Sentado en la sala de mi casa, esperaba, con mi mochila roja y las botas machita, el sonido del citófono que anunciaba la llegada de mis abuelos, Abo y Aba, quienes me llevarían a la finca.
De repente, el sonido anhelado y salía de carrera al encuentro con ellos.
Cuando llegaba, con el corazón palpitante, la puerta de aquel carro grande y azul se abría y de ella salía mi Aba, extendiendo su mano pecosa, cariñosa y amorosa, que tocaba mi rostro en el más hermoso y anhelado encuentro.
De allí, el gran viaje, en medio del amor de unos abuelos que nutrían mi espíritu y que en el fondo me tendían los caminos para andar hacia Dios.
Abita, y no es en vano que hoy mi deseo sea el vivir mi matrimonio como el que con Abo me mostraste; en Dios, para Dios y por Dios.
Y cayendo la tarde, con el frío propio del Oriente antioqueño y luego de varias horas de juego en los prados verdes, entraba a la casa.
Su atmósfera estaba cubierta del olor a café y parva recién horneada y sentados a la mesa, una oración y luego saboreaba los alimentos que con tanto amor los preparabas.
Abita, y no es en vano que hoy en nuestra familia nos encontremos alrededor de una cena.
Son estos los recuerdos de mi abuela.
Una mujer que siempre nos acercó a Dios.
Una mujer que nos enseñó de fidelidad y amor profundo a su esposo.
Una mamá ejemplar, que entregó su ser a sus hijos, dando todo de sí.
Una mujer que donó su vida por los demás.
Una mujer de enorme fortaleza, líder y convocante de la familia.
Hoy que estás en la Pascua del Señor, tu presencia es grande en medio de nosotros.
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