La sobrepoblación de los municipios del Área Metropolitana del Valle de Aburrá ha hecho que las laderas de las montañas que lo rodean, donde actualmente vive más de la mitad de la población, sean objeto de asentamientos de todo tipo, que resultan bombas de tiempo.
Los POT que han trazado el desarrollo urbanístico metropolitano desde hace más de 50 años, además de permisivos, contradictorios y excluyentes, han sido dolosamente diseñados, porque son cómplices de la sumatoria de dolor, muerte y ruina, originadas por la falta de cultura, los desperfectos geológicos del territorio y las inclemencias climáticas. Pero en mayor medida, por la desidia e ignorancia de nuestros mandatarios y dirigentes, a quienes elegimos igualmente con indiferencia e inconsciencia.
Desalojos y reubicaciones preventivas, prohibición efectiva de asentamientos en zonas de riesgo, intervención de fallas geológicas, suspensión de licencias de construcción, son algunos ejemplos de medidas proactivas que funcionarían para evitar tragedias como la del barrio La Gabriela; pero las autoridades sólo hablan de prevención, tristemente cuando recién ha sucedido una tragedia.
Típico, cuando ya el daño está hecho, regresan las promesas, las movilizaciones y los censos de rutina sobre esas poblaciones empadronadas previamente, donde se identificaron los factores de riesgo que originaron el desastre; esos censos cuyos resultados además de ser la cuota inicial para la formulación de nuevos y costosos estudios, en un territorio sobrediagnosticado como el nuestro, permiten que avivatos reciban su correspondiente estipendio (ayuda económica), como premio a su capacidad de beneficiarse del dolor ajeno.
Recurrentes disculpas, aunque ciertas, se convirtieron en frases que parecen discos viejos porque las sabemos de memoria: saturación de agua en las montañas, mal manejo de las cuencas hidrográficas, deforestación, construcción en zonas de alto riesgo, urbanismo desproporcionado, obras mal hechas por gobiernos anteriores, falta de control, de planeación, entre otras, hablan de justificaciones y de culpabilidades, más no de soluciones reales.
Nuestro ordenamiento territorial debe apuntar hacia la intervención de zonas estables y con suficiente espacio para el desarrollo comercial y urbanístico, como lo proporcionan el Valle de san Nicolás y el occidente cercano; también a la construcción de obras de infraestructura como el Túnel de Oriente, que impida la incomunicación terrestre por el mal estado de las vías; y a la implementación de políticas de fondo que acaben con el establecimiento de medidas coyunturales y retardadas que mitigan el dolor, pero no lo impiden.
Patéticamente esperamos a que suene la estruendosa alarma de la desgracia para despertar del profundo estado de letargo en el que permanecemos.
No nos basta saber que existen miles de familias en peligro eminente. Tenemos que verlos morir y perderlo todo para estimular ese absurdo y melodramático sentimiento colectivo de hermandad y solidaridad. ¡Qué tristeza!
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