Una de las más enquistadas creencias en el colectivo colombiano es que la pobreza rural se resuelve repartiendo un pedacito de tierra a cada persona que vive y trabaja en el campo. Incluso, algunos creen que dicha solución -la famosa Reforma Agraria- también abriría el camino a la paz.
Me permito discrepar. La pobreza rural no es un problema de tenencia de la tierra. Es de insuficiencia de ingreso de los habitantes rurales. Esto, a su vez, es función de la productividad y la competitividad del sector agropecuario. Es decir, de la capacidad de generación de empleo e ingreso sostenible en el campo.
Sin embargo, hay quienes no quieren ver esto e insisten en que la solución al problema de pobreza rural radica en parcelar el país en minifundios. Lo más chistoso de semejante creencia es la bipolaridad que emerge cuando el análisis pasa del campo a la ciudad.
En las ciudades, nadie se opone a que todas las personas tengamos un puesto de trabajo, con un nivel de ingreso digno y suficiente para sostener la familia, así no seamos dueños de las empresas.
Tampoco nadie se opone a que los empleos sean generados en una gran empresa multinacional o en un gran grupo económico. De hecho, dichas empresas reciben permanente elogio y condecoración.
Más aún, nadie se rasga las vestiduras exigiendo que las empresas de los grandes grupos económicos y multinacionales sean fraccionadas en microempresas para reducir la desigualdad y así acabar con la violencia en la ciudad.
Por el contrario, casi todo el mundo reconoce que esas empresas, de gran productividad y competitividad, generan progreso y bienestar social en la medida en que crean miles y miles de puestos de trabajo en los centros urbanos.
Pero una vez se sale de la ciudad y se cruza el peaje, florece el reformista agrario que cada uno lleva adentro. Es decir, se olvida la importancia de la generación de empleo e ingreso en la ciudad y, como por arte de magia, el corazón y la mente se aferran a creer que los problemas de pobreza rural se resuelven repartiendo un pedacito de tierra a cada persona.
Así ese pedacito de tierra no le genere ingreso a la persona y tampoco genere empleo para la sociedad. Es algo surrealista y propio del país del Sagrado Corazón.
No nos cansaremos de insistir en que el empresario del campo (aquel mismo que diariamente es satanizado como gran productor y terrateniente) genera empleo rural. Gracias a ello muchas familias, sin ser necesariamente propietarias de un pedazo de tierra, cuentan con un puesto de trabajo, reciben un ingreso seguro y acceden a condiciones de vida muy diferentes a las que tendrían si no tuvieran ese empleo.
Pero, además, el empresario del campo, al disponer de economías de escala, produce alimentos y exportaciones en forma más eficiente, competitiva y barata que cualquier unidad productiva de minifundio o pequeña escala. Y con ello puede, a su vez, generar más puestos de trabajo en el campo y contribuir cada vez más a la reducción de la pobreza rural.
Adicionalmente, el empresario del campo tiene capacidad para asociarse con muchos pequeños productores, articulándolos también a las economías de escala, a la productividad, a la eficiencia y a la generación de empleo. Es decir, articulándolos a la reducción de la pobreza rural.
Por supuesto que el pequeño productor merece todo el apoyo del Gobierno. Pero si esto lo convierten en excusa para perseguir y satanizar al empresario del campo, ni siquiera pequeños productores en el campo quedarán.
La historia juzgará.
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