Tuve la oportunidad de visitar varias familias de desplazados en el Carmen de Viboral. Fueron varias e impactantes mis sorpresas: la gran cantidad de desplazados que hay, la inmensidad del dolor y desamparo a que se ven sometidos y la diversidad que hay entre ellos.
Los hay que explotan su situación para vivir por cuenta del Estado, en un impresionante abandono personal, desidia en el trabajo, ignorancia aceptada, convivencia con la inmundicia y la miseria. La abuela -analfabeta, desdentada, sucia- no supo decirnos cuántos vivían allí: "Déjeme pensar? ¿doce? no? sin contar el niño que murió la semana pasada? creo que en total somos catorce?"; solamente dos trabajan.
En un momento en el cual se entreabrió la puerta de la alcoba, el mal olor se escapó por la rendija que abrieron y alcancé a ver en un ambiente sórdido un enjambre humano; estaban almacenados, a las 11 de la mañana, niños, jóvenes, adultos, parejas casadas y sin casar ¡viendo televisión! Ninguna de las muchachas -como cuatro- iba a hacer nada, ni siquiera barrer aquel acumulado de fastidiosos residuos de restos, ñervos, cáscaras; los hombres jóvenes tampoco y los niños no estaban en la escuela. Para qué esforzarse si el Estado los sostiene.
Aunque nos advirtieron que la familia siguiente tenía unas niñas con graves malformaciones del cuerpo, nunca imaginé lo que vi. Eso sí, eran caribonitas, carialegres, inteligentes -se expresaban muy bien-, aparentemente sin complejos. La madre nos ponderó su agradecimiento infinito a mi Dios, tan bueno que le había dado trabajo a ella, las niñas pudieron ir a la escuela y terminar bachillerato y estaban trabajando; la mayor en un computador, haciendo tareas para los alumnos que lo requerían, la otra -que se desplazaba pegada a una máquina con ruedas para poder respirar-, hacía artesanías y nos mostró, orgullosa, unas flores de papel y de tela, efectivamente bonitas y de venta posible. Recibo, computador, mesa para artesanías, cocina, todo estaba en una sola pequeña habitación, limpia, barrida, dominada por un gran cuadro del Sagrado Corazón. Aceptamos un juguito, y nos despedimos -al menos yo- acomplejados ante tan tremenda lucha por superarse contra los imposibles. Merecen toda la ayuda que el Gobierno les pueda dar.
Luego visitamos una pareja decidida a salir adelante. Cuando comprendieron que tenían que 'irse', buscaron puestos en una escuela para sus hijos: conseguidos los puestos se desplazaron sin absolutamente nada más. Él es artista y modela figuras en barro; en un minipatio hizo - él mismo y solo- un horno para quemar sus obras. Cerca de la entrada había una cabra a punto de criar "y entonces tendremos leche, queso y la cría", y, entre una jaulita tres pollitos para "engordarlos y comer pollo", en la pendiente gredosa que sirve de entrada, van a sembrar esto y aquello. Todo esmerado, amable, gentil; incluyendo la esposa que ofreció un delicioso jugo de tomate de árbol. Desconcierta tanta capacidad de resistencia. Merecen el apoyo que les brinda el Gobierno y mucho más.
El problema del desplazamiento es abrumador, doloroso. Son muchas las entidades que trabajan -como un grupo, bien organizado, de desplazados de El Carmen- para tratar de amortiguarlo y conseguir lo que más falta les hace: trabajo, apoyo y oportunidades para superar su situación actual. Y ¡por supuesto! que los funcionarios los conozcan personalmente para que les den lo que necesitan y no lo que algún ingenuo urbano propuso: ¡una vaca! ¿para alimentarla con qué? ¿Para meterla dónde?
El Gobierno debería intentar algún tipo de censo sobre los comportamientos de cada familia y exigir contraprestación a la ayuda que reciben, que debería ser proporcional a su trabajo y esfuerzo por superarse. No es fácil pero?
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