Un hombre amable, emprendedor, trabajador y comerciante. Pero también avivato, oportunista y apegado a las costumbres. Al antioqueño lo han caracterizado algunos rasgos que, con la historia, se han ido modificando, y hoy nos dicen cómo hemos cambiado.
La idea de ese antioqueño simpático, aventurero, de mañas y dicharachero, un arriero trabajador que no se dejó derrotar por las montañas. Ese pensamiento, creado entre los estereotipos no siempre fue así y, como su territorio, ha ido sufriendo los cambios del tiempo.
El oidor español Juan Antonio Mon y Velarde, pese a ser un hombre benévolo con la región, lo describió como un personaje con más falencias que cualidades. “Hombres bien hallados con su pobreza y desdicha, que todo lo ejecutaban por imitación y desprecian cuanto tiene visos de novedad, poseídos por idiotismo y preocupaciones”, escribió en la biografía de Tulio Ospina. En su momento, Mon y Velarde habló de la provincia más atrasada del reino, y que su población “solo era comparable con África”.
Para el tiempo de la Independencia, y según documentos de la Universidad de Antioquia, la inmigración española de cristianos viejos y corajudos, trajo una semilla de cultura y unos hábitos y costumbres especiales “Aquellos vascos, asturianos, y extremeños traían el amor al trabajo y a la familia, el respeto por la palabra empeñada, las virtudes cristianas sin fanatismo, la sobriedad, el aseo, la economía y el espíritu de independencia”, sostiene el documento El Pueblo Antioqueño, de 1941.
Los pensamientos de mitad del siglo XX demostraban cómo nos veíamos, más que el cómo éramos. Los románticos y enamorados de la tierra hablaban del paisa como un “héroe popular, soñador y aventurero, que en todas partes deja huella perdurable, y cuya fisionomía y acento le distinguen por doquier”, como lo explicó en su momento el médico Gustavo González Ochoa en un discurso en la Universidad de Antioquia en la mitad del siglo pasado. Aunque era una mirada que hacía parte del acerbo cultural, no era del todo cierta.
Según las conclusiones del grupo de Investigación Antropológica de Mercados, Pigmalión, la configuración de los rasgos que generan la identidad del antioqueño viene de tres figuras principales. “Tenemos buenos valores, que vienen del arriero, del antioqueño comerciante, del hombre de familia y conservador. Son cosas buenas y malas, pero que nos fueron describiendo”, sostiene Carlos Rojas, gerente de la firma Pigmalión.
El arriero que colonizó las tierras del sur y fue el caminante entre las montañas, generó la imagen de un rebuscador, de una persona sencilla, explorador y viajero que encantaba con sus historias, así como de un carretudo con buen verso; la del comerciante e industrial, que dio luces de un hombre recursivo, vendedor, que apostaba su futuro, y que en ocasiones se pasaba de avivato y embaucador, pero siempre buen negociante; y los valores religiosos, que crearon una región conservadora, apegada, familiar, cristiana, aunque algo ensimismada. “Arrieros somos y en el camino nos encontramos”, fue una frase convertida en refrán que hizo carrera.
Entre los errores de esta identidad del antioqueño es que se pensó como signo inequívoco e irrepetible, pero no que no ha sido único en Colombia. “Lo que hoy conocemos como la identidad del antioqueño, es lo que hemos elegido que nos represente. Elementos como la amabilidad, el emprendimiento, lo negociante, esas costumbres, son motivos de orgullo y lo que nos representa, aunque sean elementos ciertos, pero no únicos. En otras regiones también se viven. En toda Colombia también se ven, aunque nos representan ante nosotros mismos y los demás”, sostiene el Jefe de departamento de Antropología de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de Antioquia, el profesor Juan Carlos Orrego, quien ha encontrado que, pese al amor por el frijol, “es más el consumo de sancocho, de un caldo con una carne, que da más fuerza para el trabajo”.
En el resto del país, ven a Medellín y a Antioquia como una región en crecimiento, reconocida por sus logros. “Al antioqueño se le ve así”, sostiene Rojas. No obstante, en Medellín se vive un olvido de la ruralidad, que riñe con una añoranza de vivir en el campo. “Queremos tener el contexto del campo, aunque no queremos llevar la vida de un campesino, queremos un lugar verde en la ciudad, pero no queremos ser como el hombre del campo. Y esas fincas son como casas de ciudad, pero en el campo”, explica Rojas, quien también adelanta que el antioqueño que conocemos y que se ha estudiado es muy ligado al de la región andina, “con otras regiones que se sienten huérfanas y alejadas. No son paisas”.
La identidad debe entenderse como unas raíces en movimiento. En las últimas décadas, el habitante de estas tierras no se rige por lo que le dicta la tradición del pasado, y aunque respeta, no lo toma como tradición que quiera hacer perdurable. “Por ejemplo, el orgullo por la tradición de la religión católica, que antes estaba muy arraigada, ahora sienten una libertad de poder expresar un sentimiento diferente, y no quererla hacer perpetua”.
Igualmente, los valores de la violencia y el narcotráfico han generado cambios en los rasgos de identidad. La influencia de los últimos años de criminalidad han hecho que ser agresor, contar con una doble moral y perder los escrúpulos se hayan incluido en las formas de asumir la vida de buena parte del territorio, acompañando, como en toda sociedad de antivalores que cada vez se sienten más arraigados. “Ha sido una sociedad competitiva, del ‘no se deje’, que tiene un gran problema cultural con la masculinidad, que va más allá del machismo”.
Hoy, las características que conocimos de los abuelos, las que contaron alrededor de un plato de comida y entre historias de mitos y leyendas, se cuentan como ciertas y hacen parte de cómo es el antioqueño. Como las raíces en movimiento, hemos ido cambiando. Hay elementos para preocuparse, también para estar tranquilo. El antioqueño tiene en su mochila buenos valores. Pero está en la sociedad mantenerlos y ser cada día más grandes.