Es muy comprensible que la desconfianza ante los poderes ejecutivo y legislativo induzca a muchos ciudadanos a creer más en la acción protectora de la administración de justicia. Ese es uno de los principales argumentos que sustentan la respetable pero arriesgada tendencia a defender el llamado gobierno de los jueces, manifestado con especial fuerza en estos días de celebración de los veinte años de la Constitución de 1991. El gran riesgo está en que la intervención de la magistratura se desborde y marque un grave conflicto con el poder político en asuntos cruciales como la lucha estatal contra la delincuencia multicéfala.
El llamamiento a juicio por un tribunal ecuatoriano a varios miembros de la alta oficialidad colombiana por el bombardeo fulminante contra el campamento del guerrillero Raúl Reyes contraría la presumible colaboración conjunta de los dos gobiernos para afrontar la amenaza terrorista en la zona fronteriza. De igual modo ha sido desconcertante el fallo reciente de la Corte Suprema de Justicia de nuestro país, que descalificó por ilegales las pruebas extraídas de los famosos archivos electrónicos del mismo Reyes y aportadas en el caso de un conocido congresista.
Ambas decisiones judiciales, así sean separadas y no se produzcan por algún convenio subrepticio entre dos organismos judiciales de ambas naciones (y presumirlo sería hilar con demasiada finura), interfieren el desarrollo de una causa común por la seguridad, en la cual trabajan los países más o menos civilizados y cuyas orientaciones políticas y jurídicas adoptan la metodología democrática.
En tales condiciones, el choque de trenes no es una simple serie de escaramuzas verbales, o un intercambio bochornoso de invectivas y réplicas, sino un poderoso factor de desestabilización. Se vuelven ineficaces los instrumentos internacionales, convenidos por ejemplo entre los estados que forman la OEA, para garantizar el desarrollo de estrategias contra las organizaciones anti-institucionales.
Alarmas parecidas resuenan en el mundo actual. En España, el Tribunal Constitucional autorizó el 5 de mayo la inscripción de listas del partido Bildu (una suerte de reencarnación de Batasuna, cuyas afinidades con Eta eran ostensibles) y descalificó la decisión del Tribunal Supremo que había anulado la participación de tal movimiento de las Vascongadas, del llamado País Vasco, en los comicios regionales. La determinación del Constitucional fue considerada como un balón de oxígeno para Eta. Una de las primeras actuaciones de Bildu ha sido quitar la bandera española de varios lugares públicos y retirar el retrato del Rey del Ayuntamiento de San Sebastián. Son desafíos que lesionan la integridad nacional.
El llamado gobierno de los jueces calmaría la sed de derechos en un sistema constitucional garantista. Pero esa judicialización de la política en nombre del Derecho (y de una fingida asepsia ideológica) es nefasta cuando degenera en desgobierno.
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