Ser escritor no estaba en sus planes. Fueron la vida y la oscuridad las que lo lanzaron a ello. Cuando tenía 15 años perdió la vista, pero esa fue apenas la tapa de sus infortunios.
Jorge Restrepo Sierra es un andino pujante. Nacido en 1931, perdió a su madre a los tres años, cuando ella parió un hijo, Gabriel, hermano que también perdió, porque se lo llevaron parientes ricos. En el terremoto de 1938 murió otro de sus hermanos: lo mató el ala de un ángel del templo que se desgarró por la sacudida. Esa semana ese muchacho se había aprendido una canción que decía: Ya se aproximan las horas de mi ausencia...
Su padre trashumó con sus hijos por pueblos del Suroeste en busca de trabajo como corista de iglesia. Hasta que decidió viajar a Envigado donde vivieron en adelante. Jorge consiguió trabajo en un taller de fundición. El primer día de labor, el inmenso calor y el destello luminoso de esa combustión que vuelve el hierro un caldo rojo, le dañó irremediablemente los ojos.
No fue fácil la resignación. Cansado de esperar un milagro, "aguardaba que volvieran a encender el switche de la luz, del mismo modo que me lo habían bajado", dice en su casa campestre de La Estrella.
No se dejó ganar de las circunstancias. Entró al Colegio de Ciegos; consiguió trabajo en el Instituto de Seguro Social; se casó con Emma, con quien tiene seis hijos; se graduó de abogado en la Universidad Autónoma Latinoamericana y de fisioterapeuta en las de Antioquia y Politécnico Jaime Isaza Cadavid.
Esto y más cuenta en el libro Lo que alcancé a mirar. "Es una tragicomedia", explica. Porque si bien no economiza detalles para mostrar la crudeza de las situaciones, huye del tono lastimero por el camino del humor.
Su paciente esposa le lleva una bebida gaseosa y se sienta en otra silla a oír esa historia que tanto conoce. Él valora la ventaja de haber visto el mundo durante un tiempo. Conocer la majestuosidad del cielo en una noche estrellada; la delicadeza de las nubes que forman figuras en su vuelo lento. "Salí adelante en una época en que los ciegos no tenían más que dos opciones: pedir limosna o vender lotería".
En una máquina de escribir en braille marca Scandalli, de fabricación alemana, Jorge ha escrito siete libros.
Cuando le dio uno a Manuel Mejía Vallejo para que emitiera un comentario, el autor de El día señalado le dijo que le había gustado, pero que le faltaba: "No mencionó su pueblo ni a su papá". Fue cuando se dio cuenta de que el novelista había sido amigo de su padre en Jardín, en el tiempo en que llegó como corista. "Yo iba a su casa a comer asadura con el viejo José".
"Bien -le respondió-. Yo escribo otro incluyéndolos y usted hace el prólogo". Nació Lo que alcancé a mirar.
Jorge hizo traer su "cajón de bulla", como le bautizara un día un borracho su acordeón, para tocar unas canciones. Recordó que primero aprendió a tocar dulzaina e interpretando Las Golondrinas, ganó un concurso en La Voz de Medellín. "A dónde irá veloz y fatigada...", canta.
"Mi mayor gracia es que tengo 14 ojos que ven por mí: los de mi esposa y los de mis seis hijos".
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