No sé por qué escribo esto, pero siento un impulso interior que me obliga a hacerlo y comunicarlo.
Quiero trasmitirles lo que desde hace muchos años he venido observando en mi viejita adorada que, bordeando los noventa y siete años, es una lamparita que se extingue pero que ilumina con sabiduría.
Su origen campesino dejó en ella la imprenta de la sencillez, de la presencia silenciosa y de la capacidad infinita de trabajo hogareño.
Por las fotos que tenemos de su juventud sabemos de su belleza física. Su tez blanca y su cabellera negra y abundante fueron las razones para apodarla "La Golondrina".
Con nuestro padre, un maestro de escuela durante cuarenta años, formó un hogar de doce hijos que nacimos vivos y tres novedades, como nos dice ella.
Las necesidades económicas la obligaron a levantarse a las cuatro de la mañana para hacer panelitas de coco y así ayudarnos con el producto de su venta.
Cuento esto para decirles hoy que esa madre siempre pendiente del hogar nos permite reflexionar sobre la vida y la muerte.
La miro y veo en su mirada dulce la ternura de todas las madres.
Ya no existe en ella ningún asomo de ego, si es que en una ama de casa dedicada a cuidar doce hijos puede haber ego.
No tiene ambiciones, ni medidas, ni desmedidas. Solamente es, con un presente que le huye y un pasado lleno de recuerdos.
Olvida rápidamente lo actual, pero trae a su mente de manera sorprendente largas poesías que se aprendió hace noventa años.
Sus manos añosas, llenas de anillos, están repletas de bendiciones y abrazos cariñosos. Su cuerpecito ya enjuto se gastó dando vida.
No exige nada. No reclama nada. No expresa rencores. Solo vive.
Su presencia llena y alumbra. Todos los actos de su vida se enmarcan en su hoy silencioso. El pasado no la perturba y el futuro no le preocupa.
Tiene la profunda libertad de no hacerle falta nada. Solo espera irse, "cuando Dios quiera", así lo expresa.
Está sola con ella misma y con quienes la amamos. Ya le sobra todo lo material.
Como las uvas pasas, no añora la llenumbre de la vida joven, porque entre sus pliegues y arrugas, encierra toda dulzura.
En ella se justifica la vida. Es un testigo vivo de la presencia Divina.
Y al contrario de quienes somos simples mensajeros... ella, como muchísimas otras madres, es el mensajero y el mensaje.
P. S.: Por solicitud de muchos lectores transcribo este artículo que escribí para la revista de Avianca, el mes pasado.
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