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En mi principio estaba mi fin

26 de mayo de 2009
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Durante un año, ni largo ni corto ni perezoso, los lectores comprensivos de El Colombiano tuvieron el gusto de contar con mi magra presencia y mis confusas palabras en estas páginas. Me esforcé por divertirlos e informarlos. Si en ocasiones salieron más confundidos de la lectura, es porque a veces la honradez del escritor consiste en inquietar, en mostrar simples vislumbres de las cosas, a falta de una certeza por la cual valga la pena vivir, en un mundo demasiado complejo para emitir un veredicto seguro sobre su condición. Espero haber suscitado algún debate saludable en una mesa de Versalles. O en algún lector anónimo el ánimo de despojarse de los prejuicios del menor esfuerzo. Pero jamás serví gato por liebre.

El Colombiano, como todos sabemos, es en Medellín el portavoz del mundo y el combustible de todas las discusiones matutinas hace mucho tiempo. Además, la gente de Medellín pide "un Colombiano" cuando necesita limpiar un vidrio o secar un umbral inundado.

Yo aprendí a leer letra por letra bajo la dirección de mi sabia madre, así: E-lk-ol-o-mb-i-a-no. En una casa del barrio Boston desde donde oíamos el retumbo de la quebrada de Santa Helena en los aguaceros.

Estuve vinculado a El Colombiano de muchas maneras positivas y negativas desde los primeros balbuceos. Entre las negativas recuerdo los primeros manifiestos del nadaísmo en los cuales solíamos hacer al periódico objeto de nuestros sarcasmos. Entre las positivas, los años del suplemento dominical cuando lo dirigió Darío Arizmendi y abrió sus puertas a nuestros poemas impotables. Y pagaba. Era duro para pagar, pero pagaba.

Cuando empecé a publicar mi columna pensé que iba a durar por lo menos hasta que me llegara el turno de estirar la pata como otros legendarios columnistas del pasado del periódico, J, el de la rúbrica, por ejemplo. Los columnistas son los puntos de referencia de los diarios. Todo lo demás cambia en los periódicos de un mundo inestable. Tan solo los columnistas le conceden a un diario una identidad y al lector la emoción de entrar en una casa familiar.

Pero en mi principio está mi fin dijo un gran poeta católico. Y que hay un tiempo de hablar y uno de callar, afirma el Eclesiastés. A mí me llegó el de hacer mutis por el foro en el periódico donde aprendí a leer de niño, y de adolescente publiqué versos insulsos que merecieron críticas benévolas e inesperadas de Carlos Castro Saavedra. No sé si será menos inteligente sin mis galimatías. Agradezco, de cualquier modo no, del mejor modo, a sus directivas la hospitalidad y la libertad que me dieron para expresarme a mis anchas, con la salvedad de las limitaciones de espacio, verdugo de la prensa moderna.

Cuando me fui de Medellín hace años lo hice con nostalgia. Ahora revivo el sentimiento dulciamargo, hacia esa ciudad que uno sigue queriendo tanto aunque lo hizo sufrir tanto. Y donde nada dura: los monumentos, las avenidas, ni los columnistas en el periódico emblemático. Agradezco también a los lectores la paciencia y la solidaridad que han expresado por la mala noticia de mi despedida.

Pedro Salinas enseñaba que todo amor no es más que un largo adiós que no se acaba. Entonces, hasta la próxima ronda. Porque además, tal vez este fantasma vuelva aquí en el eterno retorno de las cosas. Nunca se sabe. En mi fin también está mi principio.

N. del E.: Eduardo Escobar seguirá publicando sus crónicas y ensayos en el suplemento Generación que circula los domingos.

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