El martes pasado llegué a Bogotá a las 8:00 de la noche en un vuelo procedente de los EE.UU.
Venían varias parejas de norteamericanos. Una, en especial, traía la gran ilusión de conocer Colombia.
El avión parqueó en la pista porque todos los puentes de abordaje estaban ocupados y la pista también repleta de aeronaves.
En buses, muy regularcitos de Avianca, nos trasladaron al muelle internacional. Yo miraba a los gringos y todavía los veía sonrientes.
Cuando entramos al "túnel" para la inmigración su cara cambió.
No había colas. Era una montonera de mil quinientas personas, por lo menos. Habían llegado simultáneamente por lo menos seis o siete vuelos internacionales.
Se respiraba la angustia de los pasajeros, nacionales y extranjeros, que temían perder sus conexiones a las diferentes ciudades del país. La pareja norteamericana no podía creer lo que veía. Era el desorden desordenado.
No sabían lo que les esperaba. Al pasar a la sala donde se recoge el equipaje todo era un pandemónium. ¿Se imaginan ustedes el equipaje de más de mil personas?
Ya los gringos tenían cara de desespero. Venían para Medellín y creían que perderían el vuelo.
Una vez hecha la fila para las conexiones, después de haber pasado las inspecciones de aduana, debimos esperar, con una espera eterna, los vetustos buses para ir al puente aéreo.
Entre aviones, unos parqueados, otros remolcados y carros con equipajes, nos abrimos paso para tomar el vuelo a Medellín.
Los gringuitos arremolinados en el bus, miraban ya con ojos desorbitados.
También venía un paisa procedente de la India y que completaba cuarenta y ocho horas de vuelo.
"Qué pena con los extranjeros, dijo, ¿este es el aeropuerto de entrada al país? ¿El de Bogotá, su capital?"
Bueno... subimos al avión que nos traía a Medellín... ya estábamos sentados pero era necesario esperar media hora, según dijo el comandante, por tráfico aéreo en Bogotá.
No importa. La pareja de norteamericanos estaba sentadita, y con expresión resignada.
Salió el vuelo y renació en ellos la satisfacción. Iban a conocer "la Ciudad de la eterna primavera".
Aterrizamos en medio de un aguacero de padre y señor mío.
Debimos bajarnos del avión, con maleta de mano y paraguas en la otra, para recorrer parte de la pista, pues aún no hay puentes de abordaje.
Yo miré de reojo a los gringos y no puedo describirles su expresión.
Alguien nos guió para que entráramos justamente por el mismo sitio por el cual descargan el equipaje.
Llegaban, nuestros visitantes a lo que se llama el aeropuerto de la segunda ciudad del país.
Me acerqué a despedirme de ellos. Eran las once y media de la noche. Sentí vergüenza. La vergüenza que deberían sentir el director de la Aerocivil y el Ministro de Transporte con los colombianos y, sobre todo, con los extranjeros que diariamente deben soportar estas mismas torturas.
Lo que el señor norteamericano me expresó en su incipiente español, lo dice todo: "nos entraron como maletas".
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