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Entre gatos y ratones

  • Entre gatos y ratones |
    Entre gatos y ratones |
02 de octubre de 2010
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"Ay de mí -se dijo el ratón-. El mundo se me vuelve cada día más estrecho. Primero era tan amplio que me daba miedo; yo corría por todas partes, siempre adelante, y me sentía dichoso al ver, por fin, lejanos los muros a derecha e izquierda; mas he aquí que estos muros se me vienen cerrando tan rápidamente el uno contra el otro, que me veo ya en el último cuarto, y ahí, en el rincón, está la trampa en la que voy a caer. -No tienes más que devolverte -dijo el gato-. Y se lo comió".

Es una fábula de Franz Kafka. La leí con varios amigos mientras jugábamos a hacer una lista de las palabras que despiertan más odio entre nosotros. Odio, según los diccionarios, es la aversión hacia alguna cosa o persona cuyo mal se desea. El juego empezó cuando uno de ellos leyó en voz alta y de principio a fin " Escribir en la oscuridad ", el espléndido ensayo del escritor israelí David Grossman. El texto fue escrito por él para el Festival del Pen Club Internacional celebrado en Nueva York en 2007, pero es una reflexión sobre las dificultades que enfrenta cualquier escritor en cualquier país del mundo cuando la guerra retumba a su alrededor.

La lista de nuestro juego no era larga. Unos cuantos nombres de personas, casi todas dirigentes de partidos políticos. Unos cuantos parlamentarios. Unos cuantos nombres de instituciones del Estado. Unas cuantas siglas. Unos cuantos eslóganes. En un país que ha vivido en un estado de guerra prolongado el lenguaje se empobrece y se degrada tanto más cuanto más dura esa guerra.

Tras muchos años de vivir en la situación extrema y violenta de un conflicto político, militar y religioso como el que ha vivido su país, Grossman dice con tristeza que el ratón de Kafka tenía razón: efectivamente, en un país en guerra, el mundo y el lenguaje que trata de describirlo se estrechan y se reducen de día en día.

"Gradualmente se va reduciendo a una secuencia de clichés y eslóganes. Empieza con el lenguaje creado por las instancias que se ocupan directamente del conflicto: el Ejército, la policía, los ministerios y otras; rápidamente se filtra a los medios de comunicación que informan sobre el conflicto, dando lugar a un lenguaje todavía más retorcido que pretende ofrecer a su público una historia fácil de digerir (creando una separación entre lo que el Estado hace en la zona oscura del conflicto y la forma en la que sus ciudadanos prefieren verse). Y este proceso acaba penetrando en el lenguaje privado e íntimo de los ciudadanos del conflicto (aunque lo nieguen enérgicamente)".

Pienso que Grossman es una conciencia lúcida de nuestro tiempo: en un país en guerra, las transmutaciones del lenguaje permean las capas más profundas del interior de las almas y las palabras parecen nacionalizadas por el conflicto, por los gobiernos y los ejércitos, por la desesperanza y la tragedia.

"En otras palabras: debido al miedo permanente -y absolutamente real- que tenemos al sufrimiento, a la muerte, a una pérdida insoportable, incluso solo a una dura humillación, todos y cada uno de nosotros, ciudadanos y prisioneros del conflicto, restringimos nuestra vitalidad, nuestro diapasón interior, mental y cognitivo, y nos envolvemos en múltiples capas protectoras que acaban asfixiándonos" dice Grossman. "Al final solo quedan las eternas y banales acusaciones entre enemigos o entre adversarios políticos de un mismo país. Solo quedan los clichés con los que describimos a los enemigos y a nosotros mismos, es decir, un repertorio de prejuicios, de miedos mitológicos y de burdas generalizaciones en las que nos encerramos y atrapamos a nuestros enemigos. Sí, el mundo es cada vez más pequeño? El ratón de Kafka tiene razón: cuando el depredador nos acecha, el mundo se hace más pequeño. Lo mismo ocurre con el lenguaje que lo describe".

Cuando acabamos el juego de palabras, pensé: qué terrible es la carga que tenemos que llevar a cuestas por culpa de la guerra. El odio del que ella se alimenta es una trampa que encoge nuestras almas y nuestras vidas y acaba asfixiándonos entre muros cada vez más estrechos, como al ratón de la fábula. El odio nos arrebata de las manos la libertad. Y cómo pesa. Sobre todo cuando se lo lleva encima por tantos años.

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