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Entre los palos del tiempo

  • Arturo Guerrero | Arturo Guerrero
    Arturo Guerrero | Arturo Guerrero
26 de julio de 2011
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La duración de una existencia individual no es un continuo homogéneo.

Un hombre son varios hombres, por lo menos seis, a lo largo de pieles que mutan cada siete años. Tal vez en la antigüedad este septenio biológico correspondía al lapso de cada ciclo.

Hoy, las transformaciones cobran más cantidad de tiempo, quizá diez o doce años toma en promedio una etapa vital.

Niñez, adolescencia, adultez, madurez, vejez, ancianidad, son en sí mismas apenas marcas neutras de un transcurso. No comportan valoraciones de calidad, disfrute o pesar.

La astucia indicaría que en lugar de preguntar por cuál de las fases es la más feliz, sea conveniente barruntar sobre la particular marca de dicha que encierra cada una. Y a continuación, pasarse a habitar esa porción bendita.

Las vicisitudes de los siglos alargan o acortan estos períodos.

El XXI tiende a suprimir la infancia y a prolongar la adolescencia. A los siete años los niños quieren tener moto de mil centímetros, mientras a los treintaicinco los adolescentes se niegan a abandonar la casa paterna.

Así, la niñez dura un parpadeo y la juventud se prolonga muchas veces incluso más allá de las antiguas responsabilidades.

Espoleadas por la invasión adolescente, adultez y madurez tienden a confundir sus fronteras atropellándose entre acumulación y arribismo.

Lucidez y fuerzas, extenuadas por los excesos de la noche y las sustancias, entregan tacaño alimento al período en que los hombres deberían convertirse en sabios.

De ahí que a la vejez se le tema como a un andrajo, y se llegue a ella más como a una estación aborrecida del calendario que como al lapso de la contemplación y la buena respiración.

Por su parte, la ancianidad es colofón inalcanzable o pasto de las dolencias del olvido.

A esto ha llegado la civilización de la ambición. A suprimir turnos del camino, reducir otros, sobredimensionar alguno y estropear la balanza de los períodos.

Es entendible entonces la incomodidad con que multitudes viven su momento y el pavor con que vislumbran los siguientes.

El hombre contemporáneo está crucificado entre los palos del tiempo.

El siglo de toda persona se parece a la silueta con que la obesidad castiga al presente: vientre desproporcionado, piernas raquíticas, papada episcopal, calvicie relumbrante, rostro abotagado, dedos artríticos, rodillas tambaleantes.

¡La humanidad requiere rediseño!

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