Cuando se tiene fe, fe de verdad, a veces no se le teme ni a la muerte. Y Wálter Antonio Restrepo Uribe, que tiene la fe del carbonero, aún se pasea campante por su pueblo, juega billar o se toma una cerveza por ahí.
Un mes después de que 74 compañeros suyos murieran en el socavón San Joaquín, de la mina San Fernando, de Amagá, sólo él está contando el cuento, sólo él puede decir que ese 16 de junio no era su día y que si se salvó fue "porque uno se muere es cuando le toca y no necesita amuleto, sólo creer y confiar" así no se sepa en qué.
Sentado en la terraza de su casa, en Amagá, Wálter revivió el momento de la explosión, algo que evita para no atormentarse o no dejar que el miedo se le meta en sus venas y de pronto le ponga atranques a sus sueños.
-Ese día cogí trabajo a las 3:00 de la tarde, normal. A las 10:30 me vine del frente de trabajo en la mina, habían pasado por ahí unos 15 minutos y cuando estaba como a 10 metros de la bocamina sentí la onda que me aventó, no tanto la explosión, porque casi ni la oí. Luego me tiré bocabajo y veía las llamas, la mina iluminada, cuando la llama pasó y todo quedó oscuro, ahí sí me paré y corrí, no me prendí sino que los residuos de las cosas me caían, eso fue lo que me quemó-.
Explica que su reacción inmediata fue tirarse al suelo y esperar que las llamas cesaran, porque estas van por el aire y no a ras de tierra. Eso lo aprendió en otras minas en las que ha trabajado en su corto tiempo de tres años como minero.
Cuando el fuego pasó, Wálter se dio plena cuenta de que estaba quemado, entonces se paró y salió a mojarse en los baños. Luego lo llevaron al hospital de Amagá y de allí fue remitido al día siguiente -jueves 17- al hospital San Vicente de Paúl, en Medellín, en donde permaneció internado 13 días.
Tenía quemaduras de segundo grado que comprometían el 19 por ciento de su cuerpo, especialmente las manos y la espalda. De todas ellas se está recuperando. Hace 15 días regresó a casa y de verdad que se le ve tranquilo, sereno, tanto que no pareciera haber pasado hace apenas un mes por semejante episodio.
Esos amigos...
¡Claro!, su serenidad no implica indiferencia frente a la tragedia. Es más bien la aceptación de que su fe le dio el milagro de seguir vivo y no sabe explicar porqué.
-Yo me salvé, pero ahí quedaron amigos como Javier Bedoya y Juan Gabriel (Pérez), compañeros que yo estimaba. Yo llevaba apenas mes y medio en esa mina y no conocía mucha gente, de vista no más. Cuando salía de la mina en la banda (medio de transporte en los socavones) veía a los otros entrando y los saludaba. Todos esos murieron-, dice.
¿Volverá a internarse en la San Fernando, donde se desempeñaba en oficios varios? En el momento no lo tiene claro. Confiesa que siente un "miedito", pero también vaticina que la necesidad lo hará regresar al socavón.
El gerente de la mina, Ricardo Montalvo, lo visitó en el hospital y le ha cumplido cabalmente con todas las atenciones y sueldos. E incluso le prometió que si él lo desea, le asigna un cargo diferente. Wálter, de 31 años, lo está pensando. Aunque sabe que regresar al oficio de albañil, del que vivió hasta los 28 años, será difícil, "porque es más duro que el de minero".
Su madre Georgina agradece a Dios que su hijo no murió. Dice que el milagro se lo hicieron su fe y sus oraciones a María Auxiliadora. Y ahí están, juntos y con su amor intacto, "porque nada hay que cambiar en nuestras vidas, la relación entre él y yo siempre ha sido muy bonita y así va a seguir".
Lo que viene, una vez sanen del todo los sustos y se pase la etapa del dolor intenso, vendrá una promesa, una misa para agradecerle a Dios y dejar que la vida continúe su rumbo. Hoy mismo, Wálter regresa a la mina. Allí verá que el dolor aún no se ha ido y que la única huella de vida le tocará ponerla a él. Lo demás es tristeza, dolor, muerte...
Miguel Ángel, la vida
Otra historia de vida alrededor de la tragedia la cuenta, a través de su madre, Miguel Ángel Rivera, un bebé de siete días cuyo padre, Jesús Rivera, murió sepultado.
Dice Blanca Moncada, la mamá, que el niño salió igualitico al padre y que es triste que nunca lo vaya a conocer.
-Él lo esperaba con amor, le tenía la cuna, mucha ropa, y se recostaba en mi estómago y le hablaba-.
Al contarlo, el llanto llega a sus ojos. El bebé y sus otros tres hijos se lo recordarán toda la vida. Mientras así habla, espera que la llamen de una oficina de la Alcaldía para entregarle un mercado.
Es una de las tantas ayudas que han recibido. Junto a otras señoras que hacen la misma fila, admite que hasta ahora les han pagado cumplidamente las quincenas de los familiares muertos.
Viudas, huérfanos y madres que quedaron solas y tristes. Es lo que se sigue viendo en cada calle y esquina de Amagá. La muerte de 74 hijos no se borra del recuerdo en apenas un mes. Es muy poco tiempo para desterrar tanto dolor.
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