Un amigo y ex compañero del Colombiano de Educación, Bernardo González White, Begow, evocaba en algún croché electrónico que en Semana Santa y fiestas nacionales competían las bandas de guerra de Medellín.
Este servidor de tintos era el tambor mayor en la Escuela José Eusebio Caro, de Aranjuez, que dirigía don Juan. Mi llave, Orlando Lopera, hacía de batutero.
El Jueves Santo o en el desfile del 20 de Julio, cuando pasábamos frente a las casas de nuestras novias -que generalmente ignoraban que eran amadas desde el silencio-, Lopera alzaba la enguantada mano derecha, y ordenaba una movida pieza que ejecutábamos como si fuera un bolero de Los Panchos.
Era nuestra sutil forma de impresionar chicas de los colegios de María, Lourdes, Francisco Cristóbal Toro o Manuel José Álvarez, recuerda la Coneja Gloria López Muñoz, una de las flechadas.
No las determinábamos para castigarlas. Preferíamos redoblar, o sea, darle al cuero. Lopera aprovechaba para lanzar al cielo la batuta que luego recogía con desfachatez exquisita.
Éramos los mismos mocosos que jugábamos fútbol y escondidijo. Atiborrábamos la aristocracia de gallinero en los teatros Berlín, Laika y Aranjuez, y no nos arrugábamos para ir a pie hasta el Atanasio Girardot a ver los clásicos Nacional-Medellín, desde la tribuna de gorriones. Nada de tirarles piedra a los artistas que cobraban un corner. Les pedíamos autógrafos.
Las madres arreglaban la pinta que llevaríamos el día D (del desfile). Nos peinaban con agua de san Joaquín, para entiesar el pelo, o con Glostora o Moroline, que hacían las veces de pachulí.
Ellas nos vestían de pie a cabeza, así como a los toreros sus sacamicas los ayudan a meterse entre sus pornográficos calzones, antes de proceder a pasar al papayo ingenuos miuras, nacidos para perder.
Las mamás sacaban pecho viendo a sus petacones "posicionados", dueños del balón, del poder. De la vida, en una palabra. En ese momento éramos totalmente inmortales. El mundo no nos daba un brinco.
En una foto de 1957 (¿¡) aparecemos estas audacias de pantalón cortico: López, Zapata, Martínez, Pérez, Cifuentes, Bonnet, Botero, Longas, Martínez, Lopera, Domínguez y Óscar Bonilla, aristócrata de la cuadra.
En Envigado, donde viví después, también se daba la rivalidad entre las bandas de guerra. Por supuesto, el batutero era escogido entre los más pispitos de la parroquia. Los feos nacieron para otros menesteres.
En Envigado no intenté clasificar para la banda. Ya estaba más grande y me parecía mariposón integrar ese combo. Iba a los desfiles por inercia, por obligación. Extraña forma de inaugurar mi lucha contra el "establecimiento" al cual ingresaría después, encorbatado y todo.
Ya que el statu quo no se cayó ante mis embates, decidí sumarme al rebaño. El antiguo tambor mayor es hoy un inofensivo candidato a que le echen bisturí a su próstata. "Cómo nos cambia la vida", digamos con Larroca.
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