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Historias de un Atrato de alucinante esplendor

El río Atrato, el más caudaloso del Colombia, es factor determinante de la vida chocoana. Recorrerlo es viajar por la cultura y la economía chocoana.

  • Historias de un Atrato de alucinante esplendor | FOTO HERNÁN VANEGAS
    Historias de un Atrato de alucinante esplendor | FOTO HERNÁN VANEGAS
30 de junio de 2012
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La Consentida no llega a las seis y media al puerto de Quibdó. Su llegada, precedida por vallenatos amplificados en su equipo de sonido, los cuales llenan el ambiente, ocurre apenas después de las siete.

Esa lancha rápida es la mejor de todas las que navegan por el Atrato, al decir de algunos pasajeros que esperan; de Sixtely Rentería Cuesta, la vendedora de boletos de la flota; de los dos agentes de policía que casi tres cuartos de hora más tarde darán la autorización de zarpe... Tal vez lo digan por la calidad del sonido del reproductor de discos compactos.

Una hora y media antes, el sol empezó a dibujar el mundo. Aparecieron el Río, los contornos de la catedral de San Francisco, la plaza de mercado, el malecón. Ah, sí, este, un paraje bien cuidado con piso de cemento recortado por rectángulos sembrados de grama y palmeras ornamentales, comenzó a ser ocupado desde antes del alba por personas mayores que trotan y hacen ejercicios de estiramiento; por Paola Cuero Nicolta, vendedora de jugos, obleas y chanclas, y su hija Estefanía, una chiquilla de primer año de escuela, vestida con uniforme y peinada con enchaquirado, como es la moda por estos días en Chocó, quien tendrá la mañana para sentarse bajo un quitasol de colores a preparar el examen de escritura: Rosa rema en el río.

Mientras haya luz, el mirador cumple con su oficio: a todas horas hay personas ocupadas en mirar la vida de esas aguas pardas, terrosas, en apariencia apacibles. Canoas a remo o a motor que pasan a estudiantes y trabajadores de una orilla a otra, pescadores, niños que se bañan en el río...

Ya hay lanchas en el embarcadero. En la Bendito Sea Dios, el barquero carga gasolina, gaseosas y víveres para llevarlos río arriba a surtir quién sabe qué caserío.

A esa misma hora, Berenice Rentería está rayando queso y asando plátanos, arepas, carne, en una barbacoa de leña, para vender con café muy cerca al sitio en el que un San Francisco de Asís de piedra parece hablar con un perro también de piedra.

Antes de las siete, el puerto es un hervidero de viajeros que se revuelven ansiosos por zarpar.

Vida de río
Al fin, el bote arranca y los vallenatos se oyen fuerte. Una veintena de viajeros colma la nave. Entre ellos, Carlos Mena, biólogo que toma muestras de sangre a las babillas para determinar cuántas especies hay en el Atrato -"es una labor sencilla que puedo ejecutar sin ayuda de nadie"-, debe ir a Curvaradó; Marcial Gamboa, misionero, debe estar antes del mediodía en Bojayá; un concejal de Vigía del Fuerte, agenda bajo el brazo como todos los concejales, debe acudir a una reunión en su pueblo con funcionarios de la Gobernación; dos mineros deben quedarse en Bocas de Bebará para emprender otro viaje, aguas arriba por ese río, hasta la zona minera; Encarnación irá a Murindó; Raquel Ospina descenderá en Turbo y solo tiene el afán de quien ha estado fuera de casa durante dos semanas y quiere verlos a todos de nuevo.

Con olor de aire fresco y un murmullo casi inaudible, el Atrato es una arteria de 750 kilómetros, más de 500 de ellos navegables, que lleva la vida a poblados que han ido creciendo a su lado durante cuatro siglos. En las orillas, donde comienza de inmediato la selva, están sembradas señales de tránsito: "Peligro. 60 metros. Ancho limitado".

En casas aisladas hay ropa colgada en alambres secándose al Sol. Viejos sentados en la orilla dicen adiós con la mano.

Aunque hay islas largas que dividen las aguas formando brazos, todo esto "es el mismo río", comenta el biólogo.

"El río siempre es así, sereno -dice el misionero-. Solamente tiene corrientes fuertes y es inquieto de Quibdo hacia arriba".

Medio Atrato es un municipio constituido por varios caseríos situados en la margen derecha del río. Niños que apenas se sostienen en pie están sumergidos en el agua hasta las pantorrillas y, en la ribera pantanosa, gallinas negras picotean la tierra. La cabecera municipal, Beté, es un poblado de 20 casas de madera. Hay agitación. Mujeres y hombres llenan canoas con arroz, coco, frutas de colores y, especialmente, plátano, en cargas cuyo peso las hunde casi hasta el borde.

"Gran parte de los plátanos viene de las riberas del Buey y el Bebaramá", cuenta el alcalde, Wilfrido Córdoba Moya, quien camina sin detenerse por los puentes de madera y el muelle, ayudando a cargar los botes.

El capitán de la lancha debe estar atento a los palos que bajan por el río como náufragos y, para evitarlos, va culebreando. Sabe que pueden dañar las aspas de la hélice de su motor. No pasa lo mismo con los terrones de tierra y hierbajos que arranca el agua de sus riberas. En uno de ellos baja cómodo un gallinazo. Si hubo comida para él, un trozo de pescado u otro animal muerto, ya terminó de engullirlo. Ahora se deja llevar aguas abajo.

"¡Bocas!" Grita el capitán al llegar a Bocas de Bebará, mientras detiene la lancha al lado de otra, vacía, que servirá de muelle para que los mineros bajen a tierra. Se van los hombres metidos en botas pantaneras y portando barrenas, y una mujer anciana, acompañada por una niña que debe ser su nieta, pasa abordo.

"¡Los fuimos!" Vuelve a gritar el capitán. Una garza blanca, hasta entonces posada en un árbol inclinado sobre el agua, pero aún sembrado, y sostenido a duras penas, como un contorsionista -se adivina que los aguaceros lo echarán al río-, se va espantada por el ruido del motor y el alboroto del hombre.

En Bojayá bajan tres y suben dos. Los recién llegados comentan que vieron hace un momento al padre Antún esperando su turno con el barbero.

Los barcos plataneros no tienen horario. Van subiendo por el río a cualquier hora, porque ellos van arrimando a las orillas, ya en este punto, ya en el otro, a recoger la carga de un agricultor, allí la del otro, del mismo modo en que, en el norte de Antioquia, camiones lecheros van recogiendo cantinas situadas al borde de la vía, donde han permanecido un rato sin que nadie las cuide. Esas canoas plataneras, dotadas de breve techo, tardan a veces días para llegar a su destino, puesto que bien pueden salir de Riosucio o, más aun, haber zarpado de partes altas de afluentes como el Truandó, el Cacarica, el Salaquí, La Larga...

Fin de viaje
"¿De dónde viene?" "De Quibdó". "¿Recogió pasajeros en Domingodó?" "Sí". "Siga". Fue la conversación entre el capitán y uno de los soldados de la barcaza de la Armada Nacional, estacionada a la salida del poblado mencionado. Hay retenes en casi todos los pueblos. En otro, el de Murindó, los uniformados pidieron cinco cédulas al azar, las tomaron en sus manos unos minutos antes de devolverlas. En uno anterior, ¿en Bojayá?, además de pedir unas cédulas, gritaron el nombre de sus dueños para que estos dijeran el número.

De Murindó hacia abajo, casi todas las pangas llevan madera. Pero no cualquiera: "la madera que se ahoga -explica Roberto, maderero que va a hacer negocios a Bajirá-; la que flota, se ata y se lleva embalsada".

Si el río es un espejo, sereno, como dice el misionero Gamboa, en los últimos kilómetros, se convierte en otro más verde y pulido. Es una superficie platinada. Da pena que las embarcaciones, al pasar, quiebren su tersura y su brillo. La selva y el firmamento se reflejan allí. Llegamos a la zona de los deltas. Los deltas son selvas en medio del río. Es un laberinto de vegetación, que da forma a las 18 bocas del Atrato. Solo una de esas bocas funciona, y eso que a medias. Es la que usan las pangas de pasajeros. Es entonces cuando el capitán debe tener cuidado de tomar las rutas adecuadas, no sea que se meta en callejones sin salida o tome el rumbo de una boca cuyo lecho esté tan sedimentado que deje su nave varada en medio de la nada, de la cual deberá ser remolcada con la ayuda de los mismos viajeros.

Coquitos es el nombre de la boca en uso. "Solo sirve para embarcaciones de pequeño calado, como esta", aclara el capitán. Parece más bien una laguna en movimiento. Lentos se ven avanzar los troncos y los trozos de tierra todavía sembradas de hierbajos que buscan el mar para ir a parar en las costas de Turbo y Necoclí.

La lancha hace una parada en uno de los balnearios que ofrecen comida, trago y baile, en altos bohíos parados en zancos para evitar que se entre el agua de las inundaciones. Cuentan los niños del lugar, quienes pasan las tardes del fin de semana oyendo reguetón en alguno de esos estaderos, que en enero llegan allí deportistas a practicar esquí.

Las cervezas deben apurarse: se calientan pronto en ese calor que supera los 30 grados. La camisa se pega al cuerpo por la humedad.

El resto es el mar del golfo. En 20 minutos el capitán detendrá la nave frente a la barcaza del puerto para mostrarles a los guardias los documentos de ese viaje de diez horas, las identidades de los pasajeros y, tres minutos más tarde, entrará al wafe de Turbo, el de aguas hediondas, y lo hará despacito como para no alborotar ese asiento pútrido.

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