"El canibalismo es el acto o la práctica de alimentarse de miembros de la propia especie. El término se aplica a cualquier animal, aunque se suele emplear el término caníbal para referirse al ser humano que se alimenta o come a otro ser humano (antropofagia)".
Esta definición, copiada de Wikipedia, se acerca a lo que quiero referirme: La manía de despedazarnos los unos a los otros, de destruirnos, de comernos vivos, crudos, a veces sin sal, sin pimienta, sin cubiertos, sin anestesia y hasta sin motivos. La servilleta no hace falta. Con una hilacha de lo que quede de la víctima podremos limpiarnos las migajas que se nos queden pegadas de las manos o en las comisuras de los labios.
Y no hay que estar precisamente por los alrededores del estadio a la salida de un clásico para ver cómo se descuartizan unos a otros. A veces nos destrozamos en la intimidad de la familia y no hacen falta los cuchillos, ni los golpes: a punta de voz o de teclado también se logra. Y esos porrazos sí que duelen, porque se van directo al alma.
La educación no es una condición que nos libere del canibalismo. Da igual si el caníbal la tiene toda o si no pasó ni por la escuela primaria. La rabia empareja. Cuando se trata de atacar a los demás, los ojos lanzan fuego y de la boca salen insultos, mentiras, ofensas, injurias, humillaciones… Una frase se convierte en arma para acabar con quien piensa distinto, ya porque no aceptamos sus recatos morales ni su ideología política o por algo tan íntimo como su credo religioso, o tan personal como su música preferida, sus libros de cabecera, su deporte favorito o su forma de vestir.
Y no hay que vivir en una zona de conflicto para evidenciarlo. A veces basta con abrir la página de una revista o de un periódico para encontrar a algunos personajes que se precian de ser los dueños de la verdad, hacen pública su intransigencia hacia todo lo que no encaje con ellos e incitan a los demás a la persecución del elegido para volverlo papilla entre todos. Los conceptos de paz, libertad, tolerancia y respeto son comunes en su discurso, pero de tarde en tarde olvidan ponerlas en práctica.
Muchos de nuestros políticos también lo hacen. En su afán por hacerse notar como lo único rescatable de la caneca de basura, acaban por ser iguales o peores a aquello que detestan. Tal vez sea envidia, ansias de poder, necesidad de sobresalir, miedo a morirse de anonimato, en fin…
En 1943 escribió de Saint–Exupéry en su Carta a un rehén: "Hoy ocurre que el respeto por el hombre, condición de nuestro ascenso, está en peligro […] Y cada uno de nosotros sólo lleva consigo una parcela de la verdad […] Puedo combatir, en nombre de mi camino, el camino que otro ha elegido; puedo criticar los pasos de su razón -los pasos de la razón son inciertos-. Pero debo respetar a ese hombre, en el plano del Espíritu".
Setenta años después, bien vale la pena ponerle papel carbón a este párrafo, aunque sería preciso recordarle a Antoine que el respeto por el otro ya no está en peligro. Lo patearon y desapareció en medio de polémicas, verdades exclusivas y fanatismos.
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