La Comisión Nacional de Televisión (Cntv) está próxima a recibir entierro de tercera, sin muchos dolientes que la lloren, salvo los propios comisionados y el larguísimo listado de burocracia que a su interior y aledaños iba creciendo año a año.
Los bien intencionados constituyentes de 1991 creyeron establecer un organismo técnico, indudablemente necesario, para la regulación de la televisión en el país. Dotada de una autonomía financiera y administrativa, tenía todos los instrumentos requeridos para funcionar como un reloj.
Pero en Colombia estamos. Pronto se evidenció que tanto poder y tantos recursos no podían dedicarse únicamente al cumplimiento de su función constitucional y de servicio público. El rosario de denuncias sobre las extravagancias, irregularidades, presiones y despilfarro que allí se gestaban, lleva ya mucho tiempo, al punto de que ¡el propio Congreso de la República! ha decidido decir basta, acompañado en su enojo por el Gobierno Nacional, y por el propio ministro de las Telecomunicaciones.
Pero la buena noticia de la eliminación de la Cntv no puede dejar la regulación de la televisión en el aire. Es un sector que necesita responsables y dolientes. Hay que abrir la oferta televisiva, hay que dar posibilidades múltiples a los teleespectadores. Hay que fijar límites, unas reglas de juego claras, restaurar la transparencia.
Los recursos que la Cntv direccionaba a los canales públicos, a los regionales, para permitir, entre otras, una mayor oferta de programación cultural, educativa y cívica, no se deben perder, pues deben seguir sirviendo para el objeto establecido en la ley.
Triste historia, en fin, la de la Cntv. Lamentable ejemplo de cómo no-funcionan las cosas en este país.
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