Así le decían en la casa, la Desempacadora. Según sus hermanos, no había forastero que llegara al pueblo, ya a vivir o bien de paso, que no encontrara en ella a su primera amiga en tierras extrañas. Maestros, vendedores ambulantes, visitadores médicos, estudiantes de otras partes, resultaban hechizados, no sólo por su belleza física sino por su amabilidad. Tenía el don de la palabra y, tal vez sin proponérselo, hizo de él una telaraña en la que caían todos.
Se tenía confianza para contar historias, pero igual que los grandes conversadores, guardaba silencio cuando hablaban los demás. Sabía asentir o denegar con la mirada porque era de esas que hablaban con el cuerpo. Con los ojos. Con las cejas. Con las manos. Con las uñas, si se quiere.
La Desempacadora, de apellido González, solía recibir una propuesta de su amigo el librero, de apellido Gutiérrez: "Casémonos y tengamos un hijo para que lo pongamos Gregorio". Ella le dijo que no, como a muchos pretendientes, hasta que llegó el dueño del sí. Y a falta de un Gregorio, tuvo seis hijos a los que se dedicó con alma, corazón y vida, como una de las canciones que, sin duda, hubiera incluido en su "banda sonora".
El cambio de estado civil no alteró en nada su condición de desempacadora. Pese a que vivió en una época muchísimo menos permisiva que esta, siguió cosechando amigos y disfrutando con ellos de agradables tardes de conversaciones literarias e intercambio de libros, de crucigramas, de revistas de moda y de farándula internacional. Infaltables fueron Cromos, Vanidades, Selecciones, Life y algunas otras que también compraba sin escatimar, como las de Rico McPato y toda su parentela, La Pequeña Lulú, Archi y sus amigos, Memín, Águila Solitaria y los clásicos de los cuentos infantiles, que no sólo ayudaron a tener entretenida la patota sino que dejó en ellos la mejor de las herencias: El hábito de leer, que aún conservan.
Aprendió a manejar con equilibrio la billetera, de modo que el material de lectura no atentara contra la abundancia de la alacena, y lo logró.
Pero no sólo leía. En los ratos libres también fungía de mamá. Negaba u otorgaba los permisos; imponía el orden cuando era necesario y dependiendo de la intensidad de la trifulca, acudía a la cantaleta o a un pellizco retorcido. Tampoco dudaba en festejar un cumpleaños con lo mejor del repertorio de su cuaderno de recetas, en el que se leían, con letra pulcra de colegio de monjas, las indicaciones para hacer la torta de zanahoria más rica del planeta: "Se desmenuza un pan de $ 10…".
Era conservadora en sus idearios políticos, si bien poco participaba en esas lides. Pero era liberal en su forma de pensar y de vivir, abierta al cambio y receptiva a los nuevos tiempos de los que fue testigo. Fuerte de espíritu, inteligente, perceptiva y predictiva, con el reducido margen de error que solemos tener las mamás gracias a esa lupa de aumento que llaman intuición.
Por esta desempacadora de corazones que fue la mía, por la suya y por todas las madres, un reconocimiento sentido con cariño, nostalgia y gratitud, a la labor de quienes nos hemos propuesto, errores incluidos, hacer de nuestros hijos personas felices y autónomas, con la convicción de que todas son iguales y todas son distintas, pero todas, finalmente, son inolvidables.
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