Si fuera por Miriam, diciembre empezaría en el mes del amor y la amistad. Así que en septiembre, el arbolito ya estaría de pie en la sala, los alumbrados titilando en la ventana, las parejas irían a la fritanga romántica y al amigo secreto, en vez de golosinas, lo endulzarían con chicharrón, chorizo y morcilla.
A pesar de que su hobby sea rezar el rosario a las cuatro de la mañana y decorar calvarios con cruces de leña y así tenga a los tres arcángeles de escoltas en el fogón, a la Virgen del Perpetuo Socorro junto a la olla del sancocho y a las ánimas de la carretera en proceso de adopción, es la enemiga acérrima de la Cuaresma porque decreta la vigilia que la deja al borde de la quiebra durante 40 noches y 40 días.
También es partidaria de la edición de algunos pasajes de la Biblia. Si la siguiera al pie de la letra, Miriam Mateute Correa debiera llegar a una marranada de túnica y con calzones de lino como ordenaban las Leyes del Sacrificio para el matarife que hacía las veces de sacerdote.
Está de acuerdo con la dieta del Levítico 11 que excluye del menú a la costilla de búho, la pierna de avestruz, el muslo de garza y las alitas de murciélago.
De hecho, como sí lo admiten las Sagradas Escrituras, en una vereda lejana del Oeste antioqueño donde se crió, tomaba sopita de paloma y saboreaba sudado de tórtola.
Aunque le fue fácil acatar la norma de no ingerir insectos ni le ha apetecido ruñirse un erizo o degustar un pernil de cocodrilo, pezuña de camello o lengua de salamandra, no ha probado la sugerencia de la carta del Antiguo Testamento: "Bichos que además de cuatro patas tengan zancas para saltar con ellas sobre el suelo".
Y cuando un versículo arremete en contra de los cerditos, los tilda de impuros y los descalifica como plato fuerte "pues aunque tienen la pezuña partida, no rumian", antes de arrancar la página, Miriam prefiere cerrar el Libro e ignorar la Palabra de Dios, porque le enseñaron en casa que el machete era divino, que diciembre se adoraba y que ese último mes del año tenía cuatro semanas santas.
El génesis
Antes de que cantara el gallo, el cerdo ya había entonado un lamento, el matarife un ronquido y su niña un alarido: "¡Apá ya aprendí!"
Era la primera vez que podía imitar lo que su padre hacía en la penumbra después de persignarse, murmurar una plegaria, apretar el escapulario, ponerse el sombrero, afilar el machete y prohibirle la entrada al patio.
Miriam empujó al marrano, lo ató de las pezuñas con cabuya, se hizo la sorda con el "oin-oin" que intentó disuadirla, apoyó su rodilla en la cabeza, le dobló la mano izquierda, agarró el arma blanca, la clavó al lado izquierdo donde la piel recubría los pálpitos y remedó hasta el suspiro paterno cuando la faena porcina quedaba lista.
Aunque había intentado despertarlo para mostrarle su primer muerto y demostrarle cuánto había aprendido de lejos mientras lo espiaba, el alcohol le había cogido la noche y le selló los párpados durante toda la madrugada.
Solo cuando traquearon los últimos huesos y la luz del nuevo día vibró en sus pestañas, recordó que debía entregar a primera hora las carnes rojas del marrano que su hija de ocho años ya había descuartizado.
El llamado
"Eh Ave María, negro por donde se asoma se avienta - exclamó su padre con la mirada acalorada sobre las cenizas que dejó la hoguera que no interrumpió su sueño- ¡Mi negra sí es muy verraca!".
Desde entonces la aceptó como aprendiz y la instruyó en las artes del sacrificio del cerdo, siempre y cuando no descuidara la recolecta de cagajón para las tapias, la cacería de pájaros con cauchera y la molienda de música de vitrola que atraía a los clientes forasteros.
"Venga mija para que me alumbre" le decía mientras rastrillaba el fósforo en la pared y encendía la lámpara del tarrito de galletas vacío con la vela en la mitad antes de proceder a la matanza.
Lo hacía en un claroscuro de montaña para impedir que los hermanitos menores siguieran el ejemplo y terminaran como varios niños del pueblo que perdían la vida jugando 'al matarife' o como los liberales y conservadores de la época que morían a duelo de 'peinilla'.
El nuevo testamento
Si el matarife toma licor antes, durante o después de la faena, daña la carne "y por ahí derecho pierde la clientela". Si el marrano está acalorado se deberá esperar un rato para efectos póstumos de sabor.
Si le pega después de muerto, la carne quedará dura. Si lo cuelga antes de tiempo, demasiado roja. Y según los mandamientos de Miriam, no se correteará, asustará ni prolongará el sufrimiento del animal porque "la gracia del cerdo siempre estará en el bien morir".
De seis hijos, cinco mujeres y un hombre, ninguno desarrolló las aptitudes congénitas que venían desde el abuelo, ni demostró interés por que su madre le heredara el machete, los cuchillos o el soplete.
Nunca la vieron de falda ni de vestido, siempre con botas y pantalones para tapar el morado de la patada o la cicatriz del mordisco del puerco. Les habría enseñado a discriminar a los cari torcidos, lagañosos y pedorros, a valorar las nalgonas, a desconfiar de los barrigones y a sospechar del que tuviera una muerte natural y mucho más, de cualquiera que llegara a viejo.
Sí saben de la vez que Miriam convocó al gremio de matarifes para estudiar el caso del marrano con corazón al lado derecho. Han oído hablar del cerdo fugitivo que le sacó la chispa luego de quebrarle un vidrio; del cataléptico que le sacó un grito cuando despertó en el momento en que le prendió fuego; del taurino que le sacó un raspón después de embestirla; del histriónico que le sacó carcajadas al imitar un relincho y de todos los demás a los que ella les sacó el arriendo, los servicios, una casa y matrículas de universidad para los hijos.
"Qué miedo una suegra como usted" le dicen muchos pretendientes de las cinco hijas. Y Miriam, con una mirada afilada y una mezcla de humor negro y rojo, acaricia la cacha del machete, les exhibe un trío de cuchillos y con un tono burlón les advierte: "Póngale la mano a la niña y verá cómo hago chorizo de yerno".
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