La tristeza, un diamante en bruto que se debe sopesar, analizar, tallar con amor y paciencia, para luego pulir con delicadeza, hasta encontrar en ella esa luz oculta, ese valor real que esconde en su centro. Algunos poetas suelen decir que han escrito sus mejores versos en los momentos más tristes de su vida. Lo mismo le he oído expresar sobre sus obras a filósofos, músicos, artistas y, aun, a algunos científicos. Uno de ellos me dijo una vez "después de la muerte de mi hijo, me encerré en el laboratorio y no salí de allí hasta encontrar la respuesta a la investigación en que trabajaba hacía años".
Cuando el abatimiento nos embarga y nos alejamos de todos, para tratar de entender y aceptar lo ocurrido, para tener un diálogo íntimo con nosotros mismos. Durante esa exploración de nuestros sentimientos y en la soledad que trae consigo la congoja, es cuando nuestra mente penetra lo más profundo del alma. En medio del dolor podremos, entonces, expresar nuestros sentimientos de una manera clara, penetrante, desgarradora a veces, y, otras veces, delicada y sutil. Cuando enfrentamos nuestra impotencia y nuestra fragilidad podemos también encontrar las palabras, las notas, los colores más bellos. Podemos dejar ver la esencia de nuestro ser y tener más claridad sobre nuestro mundo privado, como no lo haríamos en medio de la felicidad, tan llena de distracciones, ligerezas y liviandades.
La tristeza es parte de la vida y nadie la podrá evitar. Aunque muchos pretendan ignorarla o esconderla. Vivimos en un mundo en que la tristeza es como una enfermedad inmencionable, algo de lo que se debe salir rápido. ¿Por qué este afán inútil y dañino? Abrámosle la puerta y dejémosla entrar. Rumí, el gran poeta persa, dice que a la tristeza hay que darle una gran bienvenida y tratarla como un amigo. Detengámonos y, sin desesperar, miremos esas saudades, esa melancolía, ese dolor, como se mira un ave oscura que pronto volará y se perderá en el firmamento.
El resultado del afán por ignorar algo tan natural e ineludible lo vemos en tantas personas enfermas, insatisfechas, angustiadas. Un duelo, no importa su origen, ya sea por una muerte, una pérdida sentimental o económica, una enfermedad, hay que hacerlo sin excusas, sin limitaciones por el tiempo que sea necesario, explorándolo hasta el fondo. Ir hasta cuando uno piense que ya no puede más. Hasta que se toque fondo. Y después, cuando la tormenta del dolor, las lágrimas y las preguntas comience a disiparse, habrá entonces, y ni un minuto antes, que despedir la tristeza, perdonar su agresión, guardar de ellas solo un recuerdo y, quizá, unos versos.
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