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Los centinelas de la luz

27 de diciembre de 2008
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La Sagrada Familia

"Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor y entregar la ofrenda" . San Lucas, cap. 2.

Muchos pueblos vecinos a Israel creyeron que la soberanía de sus dioses les exigía inmolar los primogénitos de sus hijos y de los animales. El pueblo escogido retomó esta costumbre, pero adaptándola a la fe monoteísta de Abraham y a un nivel superior de humanidad.

Así nació la ceremonia del rescate, en la cual se ofrecía a Dios un cordero, un par de tórtolas, o dos pichones de paloma. Entonces el niño podría regresar a su hogar.

Este rito se unía frecuentemente a la purificación de la madre. Enseguida del parto, ésta permanecía aislada durante cuarenta días si había alumbrado un hijo. Ochenta, si había dado a luz una niña. Subiría luego a Jerusalén, para que el sacerdote ofreciera por ella un sacrificio y la bendijera. Esto hizo María al ofrecer con José su Niño en el templo.

Vemos aquí a la Sagrada Familia, como tantas familias de su tiempo y de hoy, comprometidas en la vida corriente, -aquí Jesús se inserta en la religión de su pueblo- y procurando ser fieles a Dios.

Sabemos además la veneración que los pueblos antiguos han profesado a los mayores. San Lucas entonces nos presenta en los atrios del templo a Simeón. Un personaje a quien califica de "hombre honrado y piadoso que aguardaba la consolación de Israel".

El himno que recita este anciano, con el Niño en sus brazos, está tejido a la par que el Magníficat, con frases del Antiguo Testamento. Pudo ser algún texto litúrgico acostumbrado en las primeras comunidades, donde se nos presenta al Niño como luz de todas las gentes.

El evangelista pone a la vez en escena a una mujer de muchos años, a la cual llama profetisa. No porque ejerciera ese cargo de manera oficial. Más bien porque el ejemplo y las virtudes de Ana se proyectaban entre los suyos.

De ella sólo dice el texto que "daba gracias a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel". En estos dos ancianos se conjugaba la acción de Dios y aquellas maravillosas intuiciones que alumbra la experiencia.

José y María debieron estar dichosos, con esa alegría suave y callada de los humildes. El proyecto de Dios hacia el Niño, que ellos dos habían paladeado en silencio y de pronto discutido, se veía ahora confirmado. Ese hijo era indiscutiblemente el Mesías prometido. Ya no eran necesarios los ángeles, cánticos celestiales y luces de lo alto. El Señor cumplía su palabra.

Descubrimos que estos dos ancianos saben mirar hacia adelante. No hacia atrás como la mayoría de los viejos, buscando seguridad y satisfacción en el pasado. Al comprobar que su esperanza se realiza, empujan el mundo hacia el futuro, hacia esa comunión con Dios esencial en nuestra fe cristiana. Eran ellos entonces los centinelas de la Luz.

Hoy todos nuestros hogares necesitan un profetismo igual. Que padres y abuelos promuevan la presentación amable, sencilla, desinteresada, de la persona de Jesús y sus valores. Una labor que se hace de palabra, pero ante todo por el contagio del amor y la verdad en todo lo cotidiano.

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