La decisión de introducir al sistema político e institucional colombiano la posibilidad de reelegir a los presidentes, y que esta opción pudiera ser ejercida de forma inmediata, por una sola vez, sin esperar un mandato distinto de por medio, no fue, evidentemente, solo cambiar “un articulito”.
Es posible que, en su momento, muchos de quienes apoyaron de forma inocultablemente entusiasta dicha reforma constitucional, lo hicieran pensando que la habilitación para reelegirse iba a ser aplicable, en exclusiva, a quien en ese momento era el presidente más popular en mucho tiempo, y a quien las encuestas (posteriormente ratificadas en las urnas) auguraban una segura reelección.
Pero una norma constitucional tiene vocación de permanencia. No está (por lo menos en la teoría) sujeta al vaivén de eventualidades. El armazón jurídico del Estado requiere estabilidad. De allí que por un buen tiempo todo el que sea elegido en las urnas aspire a la reelección, así religiosamente lo niegue cuando empiece su primer mandato.
En 2005, una vez se incorporó la reelección inmediata a la Constitución, se previó de forma plausible, mediante una ley, la vigencia de una serie de garantías electorales. El Congreso de entonces, que conocía mejor que nadie la forma en que se ejerce la política (no solo la electoral) en Colombia, era consciente de que sin desarrollar la reforma de la reelección con una norma fuerte de garantías, el examen de constitucionalidad ante la Corte respectiva sería tortuoso.
En 2006 tuvimos presidente candidato, sujeto a esta misma norma que hoy nos rige en materia de garantías (la Ley 996 de 2005). La situación política era bien distinta a la de ahora: el presidente Uribe Vélez iba sobrado en favorabilidad y en intención de voto.
Ahora no es así. El presidente candidato Juan Manuel Santos cuenta con todo el aparato estatal a su servicio (no digamos en sentido electoral, porque aún no hay evidencia de ello), pero en las encuestas, aunque encabeza, no está bien ni de favorabilidad ni en intención de voto mayoritario.
Por lo tanto, necesitará de forma acuciante mostrar resultados de gobierno que le reporten votos. Imágenes de impacto que lo hagan ver cercano al electorado (para eso hay magos de la asesoría política), y como el hombre de Estado que está por encima de todos sus contrincantes.
Por las paradojas de nuestra política, tan “dinámica”, la voz de la oposición la personifica hoy el expresidente Álvaro Uribe, el mismo que hubo de superar la primera prueba de ofrecer imparcialidad gubernamental a los candidatos opositores en 2006.
La ley de garantías, por ende, es más necesaria que nunca. O mejor dicho: su aplicación rigurosa. La ley está ahí, depende de todos los actores del sistema que sea realidad o una simple ficción de democracia formal.
El presidente candidato Santos, que en su primera campaña presidencial habló jactancioso de las “picardías” que hubo de aplicar para sacudirse de una estrategia que no le resultaba útil, tiene en esta ocasión obligaciones que no son optativas, y son más serias que para los demás candidatos.
Aunque el texto de la Ley 996 no es un monumento de claridad jurídica, fue precisado por la Corte Constitucional, y si hay buena fe y un sentido ético y estético del presidente y su equipo proselitista, es suficiente para asegurar una campaña decente, en la que no se pisoteen los derechos de los partidos, sus candidatos y los de los votantes.
LA INTERPRETACIÓN DE LA LEY DE GARANTÍAS NO DEBE HACERSE PARA OBSTACULIZAR
Por AURELIO IRAGORRI VALENCIA
Ministro del Interior
El compromiso del Gobierno Nacional, del Ministerio del Interior, es ofrecerles todas las garantías necesarias no solo de seguridad sino de transparencia electoral a todos los movimientos políticos que presenten candidatos a la Cámara de Representantes, al Senado y a la Presidencia de la República.
Si me preguntan si la Ley de garantías electorales puede llegar a ser un obstáculo para la marcha normal de la administración, del gobierno, debo hacer la siguiente consideración: si la Ley de garantías se aplica de manera directa como está establecido, es decir, si no se hacen interpretaciones extensivas que no caben cuando una ley es de carácter restrictivo, no hay ningún tipo de problema en las actividades del gobierno, siempre y cuando la línea que separa las funciones como servidores públicos y las actividades del Presidente como candidato, esté plenamente determinada y no pueda ser interpretada para moverla hacia un lado o hacia otro. Mientras eso no pase, la ley no obstaculiza en nada.
Si nos ponemos a interpretar la Ley o buscar la manera de que el Presidente no realice actividades propias de su función o ejercicio como servidor público, claro que obstaculiza. Pero esperamos que eso no pase.