Como todos ustedes saben, soy "vikingo" hasta la médula. Madridista hasta las cachas, socio desde 1981, con diez añitos apenas. No lo fui desde la cuna, lo admito, como no me duele en prenda reconocer que sólo una vez me enfundé la equipación de un equipo de fútbol, la rojiblanca del Athletic Club de Bilbao, mi ciudad natal.
Tuve varias novias de chaval. Reinaban por entonces en Europa el Bayern de Múnich de Beckenbauer y el Liverpool de Keegan y Dalglish y era yo un poco veleta. Hasta que una tarde, del brazo de mi padre, encontré en Chamartín (ya Bernabéu) a mi amor definitivo: el Real Madrid.
Acabábamos de mudarnos a la capital de España y mi viejo, merengue –él sí– desde su alumbramiento, me inoculó el veneno del fútbol, del olor a habanos y a tragos de brandy entre hombres que proferían blasfemias sin cesar –por entonces no abundaban las mujeres en las gradas– y escupían pipas de girasol como cohetes.
Eran los tiempos en que el fútbol se vivía a la tremenda. Codo con codo con el vecino, fuera de izquierdas o de derechas; rico o pobre; honrado, patibulario o dueño de un prostíbulo. Los años donde los hinchas formaban una masa hipnótica cuajada de testosterona, muestra de virilidad para un crío imberbe al que le comenzaba a cambiar la voz a ritmo de improperios contra el equipo rival, fuera el que fuera.
Los tiempos en que el contrario era el enemigo y no una simple reunión de mercenarios llegados de cualquier rincón del mundo.
Allí, en ese estadio, aprendí de las lecciones que deja el sufrimiento. Escaso en un club tan laureado, es cierto, pero quizá por ello más intenso cuando llega. El valor de la fe, en las noches históricas de las remontadas europeas. Descubrí que es necesario valorar cada alegría y cada triunfo, y a descartar las decepciones para seguir mirando al frente siempre.
Encontré el orgullo y el valor de una palabra que acompaña en su leyenda al club que más Copas de Europa atesora en sus vitrinas. Un verbo que define al Real Madrid por encima de todo, tanto como para que miles de hinchas lo lleven grabado en sus bufandas. "Ganar". Así, a secas. No a toda costa, ni con artimañas o tretas. No con ardides. Con hombría.
Ganar hasta dejarse la piel en el empeño. Ganar aunque el rival lo borde con encajes. Ganar aún siendo peor que el contrincante. Porque sólo quien persigue la victoria con fe ciega alcanza la gloria por encima de sus límites.
Cuando miro al cielo de Madrid desde mi asiento, en el mismo Bernabéu al que me llevó mi padre hace ya más de treinta años, y contemplo los atardeceres enrojecidos que en ninguno otro lugar habitan, siento que el fútbol es mucho más que un simple juego.
Entonces miro a uno de mis colegas y le digo: "muchos matarían por estar aquí hoy, hermano". Y él, simplemente, asiente. Somos afortunados, pues son millones los madridistas, chicos o grandes, que sueñan con pisar ese escenario.
Como verán, no he dicho ni una sola palabra de Mourinho.
Un gran entrenador, nadie lo duda, enloquecido de su propio ego. Pero también un tipo encabronado con el mundo que ha sacado escaso rendimiento a una plantilla excelsa.
Quizá se vaya al Chelsea o a la China. Igual me da. Como me da lo mismo si se queda. Por mí, encantado. Muchos pasaron por ese banquillo antes que él y seguirán haciéndolo cuando se marche.
El Madrid, eterno, perdurará por siempre. A fin de cuentas, ¿quién coño es Mourinho?.
Pico y Placa Medellín
viernes
no
no