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¿Orar es perder el tiempo?

  • Carmen Elena Villa | Carmen Elena Villa
    Carmen Elena Villa | Carmen Elena Villa
09 de mayo de 2011
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El Papa Benedicto XVI ha comenzado la semana pasada con una serie de catequesis sobre el tema de oración. Desde que inició su pontificado, las audiencias públicas que celebra todos los miércoles en la plaza de San Pedro en el Vaticano las ha dedicado a temas que tienen que ver con las raíces del cristianismo como los doce apóstoles, los teólogos de la edad media, y algunas grandes mujeres que tanto han aportado a la vida de la fe de la Iglesia.

Ahora, después de pascua, ha comenzado con esta nueva serie, en la que busca que todos los que lo escuchamos o leemos aprendamos a orar mejor.

Pero, ¿sirve para algo en la vida dedicar algunos espacios del día a la oración? “Es necesario aprender a rezar, casi adquiriendo de nuevo este arte; incluso los que están muy avanzados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a rezar con autenticidad. Recibimos la primera lección del Señor a través de su ejemplo”, dijo el Papa en la pasada audiencia pública.

Así destacó cómo a lo largo de la historia, diversas civilizaciones dedicaban algunos momentos del día al encuentro con la Divinidad con elementos muy rescatables hoy en día.

El Papa puso varios ejemplos: en Egipto, un ciego le pide a quien representa su divinidad, que le devuelva la vista para verlo a él. En Mesopotamia, por su parte, había una visión de Dios más arbitraria, pero luego se fue creando una concepción muy bella sobre el perdón y la misericordia. El Papa se refirió a la antigua Grecia, donde la oración fue evolucionando. En principio se invocaban las divinidades para obtener favores y luego se invocaba para buscar mejorar cada día. Igualmente, el imperio romano centraba su oración a la protección divina pero con el tiempo se fue transformando en manifestación de piedad personal, alabanza y agradecimiento. Y lo anterior por citar sólo algunos de los tantos ejemplos.

Siempre me ha llamado la atención que civilizaciones tan diversas y desde los primeros siglos de la historia hayan querido buscar ese contacto con lo Eterno. Y me sigue llamando la atención que en este siglo XXI, con el ritmo acelerado de la vida y la cantidad de sucedáneos que nos ofrece el mundo, sigan apareciendo manifestaciones de una sed de eternidad, de ir más allá de lo materialmente tangible. Y es que al encontrarse con Dios el ser humano se encuentra consigo mismo, que ha sido creado por Él y para Él.

Pero ¿cómo sacar tiempo para rezar cuando las actividades y responsabilidades inundan nuestra vida? Estas deben brotar, más que del cumplimiento de un deber, del anhelo que el hombre tiene con Dios, el amor a Él incrementa el anhelo de buscar estos espacios donde se le conoce más y por lo tanto se puede conocer también a sí mismo. Y aún cuando el hombre no sienta ese deseo de rezar, debe buscarlo como cuando no tenemos ganas de comer o levantarnos pero sabemos que debemos hacerlo para nuestro bien.

El Beato Juan Pablo II es un ejemplo claro de esta búsqueda. Él, cuenta Carl Ardenson, caballero supremo de Colón,  y gran amigo suyo, “le daba una lección a quien tiene demasiada prisa para rezar”, pues la oración “era algo infaltable en su jornada”.

La oración es la mejor inversión del tiempo. La clave está en que los momentos profundos de encuentro con Dios se conviertan en la savia que nutra el resto del día, que no exista una disociación entre oración y vida cotidiana que, al contrario, la vida misma y el ejemplo sean una prolongación de ese encuentro con Dios.

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