Más allá de cualquier otro proyecto político, el más urgente es la consolidación en el país del sentido de lo público. Ese es el mojón que permitiría forjar cualquiera otra pretensión de progreso y desarrollo. Sin sentido de lo público, la política se torna en vulgar politiquería o en una intrincada trama de acciones inconexas, inútiles y equivocadas. Si analizamos de fondo qué hay detrás de los descalabros de los funcionarios y los líderes partidistas, encontramos que no es otra cosa que un escalofriante eclipse de lo público y de la política.
Es sentido de lo público lo que falta en muchos políticos, o, para decirlo mejor, a muchos politiqueros, porque, estrictamente, no son políticos quienes encuentran en la escena de la política una oportunidad para sus proyectos de lucro personal. En repetidas ocasiones de nuestra historia hemos constatado cómo detrás de gestiones, supuestamente políticas, se tejen estrategias de beneficio propio, y no de beneficio de la colectividad.
No soy pregonero del pesimismo. Indudablemente, entre quienes nos han dirigido y administran la función pública, antes y ahora, hemos tenido y tenemos personas de enorme valor moral. Pero, infortunadamente, ese acierto es excepcional.
La verdad es que cuando muchos de nuestros líderes se interesan por la política o la democracia, no lo hacen precisamente por lo que en esencia son la democracia y la política, sino porque saben que allí hay una plataforma para engrosar sus arcas y encontrar beneficios personales.
Pero el sentido de lo público no es algo obtuso ni abstracto; se siembra y se traduce desde la casa y la escuela en cosas tan simples como tender la cama o no arrojar basuras al piso, y no porque me regañen o me sancionen, sino porque quiero conservar limpio lo que es mío, o, mejor, lo que es nuestro.
La escuela y la casa, como sociedades en miniatura, son, para bien o para mal, laboratorios de la vida. Siempre he dicho que allí, inevitablemente, se aprende. El problema, o la disyuntiva, es precisar qué se aprende. Allí se forman los buenos modos, pero también se pueden formar las creencias, los valores y los modos indignantes y atroces.
Si hay sentido público, no tienen lugar la corrupción, el engaño, el derrumbamiento de torres de energía, la explosión de oleoductos, el chantaje, la siembra de minas anti-personas, el despilfarro de fondos públicos, las nóminas paralelas, la guerra sucia, el fraude electoral, la maquinaria política ni las recomendaciones tramposas.
Somos una cultura que busca y exige resultados rápidos. Lo complejo es que en esta pretensión tenemos que apuntar a resultados de enorme dificultad y largo alcance. No será fácil, pero, aunque no produzca votos, urge emprender con esmero la tarea más difícil: formar el sentido de lo público.
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