Ahora el país ya sabe que la gente no exageraba: miles de personas fueron desaparecidas, enterradas en fosas comunes, arrojadas a ríos y abismos, descuartizadas. Yo lo sabía desde siempre porque en varias oportunidades me tocó ser testigo de excepción. Como en aquel abril de 2001, que aún recuerdo:
A la morgue del municipio de Timba, en el departamento de Cauca, se arriman las viudas y los huérfanos. Quieren escuchar los nombres de las víctimas, tal vez los de sus esposos, tal vez los de sus padres. A ellos ahora todo les falta. Lo único que les sobra es llanto.
Sus casas y sus vidas familiares quedaron abandonadas a trece horas de camino: dos en un campero destartalado y once a pie o en mula. El camino al caserío de Río Mina es tan, pero tan bestial, que basta una frase de los campesinos para imaginarlo: "al sitio El Placer los paramilitares del Bloque Farallones de las Auc llegaron tan cansados que no tuvieron alientos para matar más".
Acabo de sufrir ese camino con Manuel, mi reportero gráfico. A las tres horas de viaje se nos acaban el Gatorade , las galletas wafer y los bocadillos. Nos toca empezar a beber el agua que chorrea por entre las rocas y el musgo. La acumulamos en hojas encorvadas y viene un traguito y otro traguito.
Un indígena y campesino que prometió llevarnos nos alcanza con sus vecinos, después de seis horas de camino sin parar, en el sitio El Restaurante. Allí alimentan las mulas con melaza y salvado, los revuelven en una caneca metálica de químicos para hacer pasta de coca. Y otra vez a caminar, a trotar para que no nos cubra la noche por esos caminos culebreros, rodeados de abismos.
En las ramas de los arbustos veo la ropa de algunas víctimas. Está hecha jirones por los forcejeos y los machetazos. La Fiscalía, con base en sus exhumaciones, contará días después 34 muertos. Pero las víctimas de la masacre del Alto Naya aún sostienen que los asesinatos pasaron de 90.
Después de caminar once horas, apenas sí tenemos tiempo de hablar con la gente, que está ayudándoles a los forenses del CTI a desenterrar cadáveres que son evacuados en camillas hechas con palos y plásticos, y luego en un helicóptero prestado por la Gobernación de Antioquia. Los caminos huelen a muerto. Es un olor pegajoso que tardará días en desaparecer de mi nariz y mi mucosa.
A lo largo del camino, en los altos de Palo Solo y Sereno, tropezamos con cadáveres envueltos en bolsas, decapitados. A la morgue de Timba también llega una menor con las manos cercenadas. "Apenas con los zoquitos -me describen los campesinos-".
Amanecemos en la única cama que queda armada en el pueblo. A menos de un kilómetro, a las siete de la noche, unos guerrilleros jóvenes y asustadizos espían nuestros movimientos. Si supieran que sentimos más miedo que ellos, que tuvieron a algunos de los secuestrados de la Iglesia La María.
A las cinco de la mañana del día siguiente (jueves 19 de abril de 2001) remontamos aquella trocha imposible que doblega a las mulas. Mientras camino, me digo: ¿qué odios tan poderosos hacen que 200 hombres lleguen aquí a matar a otros, con los pies hechos llagas y sus manos ampolladas de blandir los machetes?
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