¡Son periodistas, muestrénles! ¡Son periodistas, muestrénles! ¡SON PERIODISTAS MUESTRÉNLES! La frase empezó como un rumor, siguió como una oración y terminó en gritos desgarrados de socorro y rabia de los habitantes de la ahora "isla" de Santa Lucía, en el departamento del Atlántico.
Las primeras en escucharla fueron Yolisna Herrera Mendoza y Marlen Herrera Castaño que estaban paradas en la "trinchera" hecha de costales rellenos de tierra, con la que la gente del pueblo pretendía frenar el paso de las aguas del Canal del Dique que el martes se habían llevado 250 metros de carretera en un afán desesperado por buscar su cauce.
Los periodistas vienen "del chorro" -sitio donde se rompió la carretera- explicaron los conductores del Johnson (lancha) a las mujeres que, con una mano agarraban a sus hijos (tres de Yolisna y y cuatro de Marlen) y con la otra trataban de cuidar "los chismes" (enseres) que lograron sacar de sus casas antes de que el agua se metiera y acabara con todo. Dos "abanicos" (ventiladores) desbaratados y oxidados, un colchón, maletas, canecas plásticas con ropa envuelta en una sábana, siete niños aterrados y las dos mujeres con la esperanza perdida, fue lo primero que vimos.
Llegaron dos motos y sin mediar palabra nos subimos a ellas para llegar al barrio Pueblo Nuevo. Perros flacos que corrían sin dueño, hombres sudorosos cargando una nevera o una estufa, niños arrastrando un atado de ropa y mujeres arrastrando a los niños por la carretera.
Luego, una vía convertida en albergue y cocina comunitaria. Sillas mecedoras y plásticas, camas sin colchón, colchones sin cama, más ventiladores, escaparates, estufas, televisores... Esa calle era lo único seco que quedaba del barrio, porque lo demás estaba anegado o mostraba señales del avance del agua.
Un 30 de noviembre, el de 1984, pasó lo mismo. Llovió tanto que el Canal del Dique se rompió pero el agua demoró 20 días en llegar al pueblo y sus habitantes salvaron sus vidas y pertenencias. Ahora, en dos días, llegó y acabó con todo.
Un buen almuerzo
Las mujeres que vigilaban las ollas se pararon de sus sillas para empezar a señalar el lugar del que salieron y luego mostraban hasta dónde les llegaba el agua.
Así comenzó la procesión de mujeres y niños que querían mostrarnos sus casas y solo fue interrumpida por los hombres que corretiaban algunos novillos que nadaron hasta tocar la carretera. Uno no lo logró y estaba ahí, tirado en la vía, mojado y rígido, rodeado por un corrillo de gente que lo miraba con cara de te quiero comer. "Hay que pelarlo rápido porque o sino se pierde", me dijo un hombre.
Esa fue la forma de explicarme que la res iba a ser el almuerzo y que las ollas que, hasta ese momento solo hervían agua con sal y yuca, por fin iban a tener algo distinto.
Siguió la competencia por mostrar qué cuadra estaba más inundada. A simple vista todas se ven iguales, pero cuando se empieza a caminar la diferencia se nota: el agua pasa de la rodilla a la mitad de la pierna, sube hasta la cadera y en algunas partes llega hasta el pecho. Y es mejor no mirar lo qué flota porque puede ir desde un frasco de crema de manos vacío, un pedazo de madera y tuza de maíz, hasta un pañal desechable, una culebra o materia fecal.
Rafael Pino Niño, Julio Mario Herrera Jiménez, Ana Mercedes Mercado Hernández, Daniel Julio, Julio Mazo, Rulid Mosquera Arroyo, Agustina Rojano, Azael Pino, Bernabé Ospina Arias, fueron algunos de los que nos mostraron cómo el agua subía sin control.
Julio Mario tenía la esperanza de que poniendo unos ladrillos a la entrada de su vivienda -la única en obra blanca y con pisos de cerámica en su cuadra- evitaría el desastre. En ella, como en casi todas las del pueblo, viven entre dos y tres familias, en las que mínimo hay un anciano y cuatro niños.
"Mire a mis hijos, ¿qué les digo?", repetía Ana Mercedes con el rostro rojo por el calor y la fuerza que hacía para tragarse las lágrimas. En el árbol a la entrada de su casa de madera y piso de tierra, amarró un colchón. El otro estaba en la poceta de lo que antes era el patio. Las gallinas se ahogaron y su esposo no sabía que hacer, porque la creciente acabó con todos los cultivos y con su esperanza de conseguir unos pesos como jornalero.
Una panga en la carretera
El jueves en Santa Lucía no había luz, porque las aguas del Canal del Dique se llevaron tres postes de energía. Como no había agua, no había acueducto. Por eso, ni pregunté a las mujeres de dónde sacaron el agua para las ollas en las que iban a cocinar la res que yacía en la vía y algunas gallinas recién ahogadas.
Un gato recién nacido, al que una vecina de Ana Mercedes salvó, maullaba de una forma tan especial que podría jurar que con su "miau" decía que su familia quedó atrapada en la casa y que sus papás habían muerto. ¿Efectos del sol del medio día y los 33 grados de temperatura?
Lo que no fue un efecto fueron las pangas con pescadores que llegaban desde el corregimiento de Algodonal a la orilla de una vía que conduce a Campo de la Cruz. Transportaban motos y algunas personas que salían con "sus chismes" del corregimiento donde hay unas 300 familias.
Los pescadores de Santa Lucía sacaron sus pangas, esta vez, para atravesar lo que antes eran las fincas donde pastaba el ganado y las pequeñas parcelas en las que había cultivos de yuca, maíz y ñame. Las estacas de 1.80 que marcaban los linderos, solo sobresalían del agua unos 20 centímetros, algunas menos. Los árboles estaban tapados más de metro y medio y el pasto ya ni se veía.
En el camino a Algodonal, uno de los pescadores recordaba que en la creciente del 84 él tenía cuatro días de casado pero que no había sido tan fuerte.
En Algodonal la vista era la misma que en Santa Lucía. Lo que antes podría llamarse la calle principal, era una especie de muelle al que los pocos que querían salir del pueblo llegaban con sus maletas, colchones y abanicos.
Tampoco tenían agua ni luz, pero a diferencia de Santa Lucía no tenían vacas recién ahogadas para comer. "La comida se nos está acabando. Estábamos confiados en que los camiones de Barranquilla iban a llegar con la comida pero por la creciente la carretera está mala", decía un muchacho que iba a unirse al grupo de jóvenes que, con más ganas que inteligencia y recursos, intentaba proteger al pueblo con una muralla de bolsas rellenas con tierra.
"Pobrecito mi muchacho, está agotado. No ha dormido, empezaron a trabajar desde ayer (miércoles) a las 6 de la tarde y mire la hora (4 p.m. del jueves) y todavía le siguen dando. Andan buscando bolsas pero no encuentran, todas se acabaron", dijo Rosa Polo, parada en la puerta de su casa, la primera a la entrada del pueblo y que por "gracia de Dios" todavía estaba seca.
A su lado, la casa de Manuel Escorcia se convirtió en el único puente con el mundo exterior. Él tiene una planta de energía que les prestó a sus vecinos para que pudieran llamar a sus familiares y amigos. "Aquí todos nos ayudamos", decía su esposa, mientras más de 20 personas se amontonaban en una maraña de cargadores y teléfonos.
Mientras esperaban, a muchos las tripas les sonaban del hambre, porque lo poco que había en las casas había que cuidarlo y los sembrados de yuca, melón y ahuyama se perdieron en el agua.
¿Irse? Para dónde si no hay plata, decían los hombres, que en su mayoría trabajan como jornaleros y se ganan al día -cuando hay trabajo- 10.000 pesos más un plato de comida. Atilio Carreño, un hombre flaco y alto, apareció con una maleta. Detrás de él cuatro niños flacuchos -uno de ellos con una jaula y su pájaro- y una adolescente con cara de rabia. Eran sus dos hijos Kleydis y Kleider, y sus tres sobrinos Tatiana, Keiner y Luis Ángel.
"Vamos a Campo (la Cruz), mañana llega mi hermano para llevarse a mis hijos a Venezuela para que pasen las vacaciones", le explicó a los vecinos mientras buscaba acomodarse en una panga.
Al llegar a Santa Lucía, el agua seguía tragándose casas y los hombres trataban de quitar las tejas de zinc para guardarlas, porque cuando el pueblo se quedara vacío iban a llegar los ladrones a llevarse lo poco que quedara.
No sé cómo pasaron la noche del jueves, ni la del viernes, ni la de ayer ni cómo pasarán las que vendrán. No sé si encontraron más vacas muertas para comer o si les llegaron los mercados anunciados para el viernes. No sé si los moscos y las culebras los estarán dejando en paz. El resto, dijo Ana Mercedes Mercado, está en manos de Dios porque "ese es el único que no nos olvida".
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6