En política latinoamericana, ser bueno es malo. Por eso Juan Manuel Santos es un excelente actor político.
Es más un estratega por sus intereses personales, que un visionario estatal. Más ambicioso que carismático, más maquiavélico que estadista.
Santos tiene una habilidad inigualable en un cuerpo estricto y acartonado. En él no se visualiza la imagen de un presidente, sino la apariencia de un CEO de un hedge fund.
Sus ojos están siempre fijos en su interlocutor, mientras su atención se encuentra en el tema de la siguiente reunión. Es un hombre que no mira, sino que sospecha.
Es una persona con un impecable inglés, pero con serios problemas para generar empatías con sus palabras en español. Es bueno que no sea populista, pero lo debilita su imagen elitista.
Ahora bien, nadie puede negar que Santos es brillante, pero no se puede decir que es un líder resplandeciente.
Lo que tiene para mostrar son sus importantes resultados. Hay que reconocer el aporte de Santos en las tres carteras que ha representado, y sus logros militares como ejecutor de la Seguridad Democrática.
Su talón de Aquiles: los falsos positivos. Dentro del concepto de responsabilidad política, Santos es vulnerable, no por ser responsable directo de los lamentables hechos, sino porque éstos ocurrieron bajo su gestión. Ese tema le pesará de manera negativa en su posible gobierno, o incluso en un tercer mandato de Uribe, sobre todo en el ámbito internacional.
Pero Santos, de todos los candidatos, es el que mayores atributos posee. Si esto fuera un concurso de habilidades, talentos o antecedentes, sin duda Santos ganaría por paliza.
Pero se trata de política. Y para eso falta en él algo que es clave para cualquier democracia moderna y madura: una agenda estructurada más allá de la continuación de los programas del presidente Uribe.
En esto pareciera que Santos tiene ocurrencias, pero no ideas; alta popularidad, pero no programa de gobierno; estrategias individuales, pero no alianzas de país.
Sin eso, la institucionalidad simplemente no funciona y genera el peligro de transformarse en el corto plazo en una ceremonia donde la ciudadanía, en vez de escoger ideas y programas, elige entre liderazgos transitivos y audaces.
Y así, de la democracia no queda más que el nombre.
Santos ya logró su éxito. Es un hombre con una interesante estabilidad económica, que ha hecho un buen trabajo como directivo de medios, representante del sector público y líder en el ámbito empresarial. Pero el éxito y el reconocimiento no son lo mismo. La carrera presidencial es para él una búsqueda de ese reconocimiento.
Para lograrlo, le toca enfrentarse a lo que hasta ahora había evitado: medir en votos cuánto apoyo real tiene un movimiento que hasta ahora no se sabe si existe: el Santismo.
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6