Aunque su maleta está llena de reconocimientos, ahora viaja ligero de equipaje por la vida. Hasta el muy humano ego y las ganas de figuración se esfuman, justo en el cuarto de hora en que la Bienal Internacional de Arquitectura de Buenos Aires le ha conferido el Premio Latinoamericano.
Así luce Laureano Forero Ochoa. El arquitecto, orgullosamente antioqueño, antes recibió incontables aplausos y abrazos por cuenta de galardones como la Bienal de Arquitectura de Quito; los premios Fame Award (Miami), Federación Panamericana de Arquitectos (Argentina), Vitruvio; y la confirmación por partida doble, en Brasil y Venecia, como uno de los 10 maestros de la arquitectura latinoamericana.
Es la suma de reconocimientos a una vida y una obra. Ambas tienen como meridiano su enfoque social. Y también su decisión personal de ejercer aquí, en su tierra, su profesión.
Nació en 1938 en medio de la pobreza, pero salió de ella gracias a la riqueza de su talento. Lo pueden testimoniar sus vecinos y amigos del barrio Buenos Aires, con quienes creció en medio del fútbol y los tangos. También aquellos que fueron sus compañeros de pupitre en la escuela Federico Ozanam, en el Liceo Antioqueño y en la Universidad Nacional.
En esta última estudió arquitectura. Desde el primer semestre brilló por sus excelentes notas y éstas lo llevaron muy lejos. Al finalizar los estudios en "la Nacho" le dieron una beca para que estudiara, en donde quisiera, durante 24 meses. Escogió Europa y desde ese momento se volvió un viajero que, hoy, puede decir que prácticamente ha recorrido el mundo entero.
Con esa beca estudió en Italia y Londres y trabajó al lado de grandes maestros de la arquitectura. Lo tuvo todo para quedarse en Europa. Ya no hay manera de probarlo, pero es posible que de haber echado raíces en el viejo continente su nombre sería hoy más universal.
El punto de quiebre fue un dilema: O se iba a estudiar más a Australia o emprendía el camino de regreso a Medellín para cumplirle un sueño a doña Alicia, su mamá.
Ganó ella, quien pudo conocer, en persona, al Papa Pío XII. Y hasta más, porque Nano, como lo conocen y pide que lo llamen, se la llevó a pasear durante tres meses por Europa. Valió la pena. Doña Alicia siempre recordó esto como uno de los momentos más sublimes de su existencia. Y, él, por su lado, sintió que gracias a esa inversión su progenitora quedaba en condiciones de entrar derechito al cielo.
Todo ese mundo que ha pasado por sus ojos y que fue acumulando en su memoria, es apenas natural que haya influido en sus creaciones. Pero más decisivo podrían ser elecciones suyas, como el venir a trabajar en el mágico trópico latinoamericano, con un enfoque que acentúa lo social.
Por eso no es gratuito que entre sus obras escoja la sede de Comfama en el barrio Aranjuez, como la que más le llega al alma. El edificio se hizo en medio de una época de orgía de sangre y terror, no sin antes atender estas condiciones de Nano: Que de la misma zona salieran los trabajadores, muchos de los cuales eran estigmatizados y discriminados cuando buscaban empleo en otro lado.
Que no habría miseria en la edificación, tanto en materiales como en su dotación. Es que, dice, a los pobres no hay que darles un carro de segunda, porque las reparaciones y el mantenimiento se los comen. Hay que darles un Roll Royce, para que les dure toda la vida. Así se hizo.
Nano, quien como profesor les dice a sus alumnos que la primera condición de un gran arquitecto es ser un buen ciudadano, se siente satisfecho con su vida y obra. Se ha superado a sí mismo. Derrotó muchos miedos. Se ganó un puesto en la historia de la ciudad. Y, con una amplia sonrisa, concluye que se da por bien servido.
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