Era el martes 12 de enero de 2010, hacía calor en Puerto Príncipe, los viejos observaban a los niños jugar descalzos en las polvorientas calles de Haití cuando repentinamente los sorprendió la tragedia. La tierra rugió con fuerza y estremeció a la nación más pobre del continente.
Para los haitianos, acostumbrados por la historia al sufrimiento, parecía el fin del mundo. Las edificaciones se vinieron abajo y con ellas se perdieron miles de vidas humanas.
Un minuto bastó para que familias enteras lo perdieran todo. Tras los 60 segundos más largos de sus vidas, el caos reinó. El llanto, los gritos de auxilio y el desconsuelo se tomaron a Haití.
Las cámaras de televisión llevaban al mundo estas terribles imágenes como testigos silenciosos del dolor que envolvía a una población que se preguntaba las razones de tan fatídico episodio.
Las personas, en medio del desespero por salvar a sus seres queridos, intentaban levantar pesados escombros. Eran escenas desgarradoras y a esto se sumaba una alerta de tsunami.
De inmediato la solidaridad mundial se hizo presente. Diversos países del mundo, entre ellos Colombia, enviaron equipos de rescate y elementos esenciales para los sobrevivientes.
Sin embargo, la tragedia no terminó con el terremoto. Los cimientos de la política también estaban resquebrajados y el presidente René Preval acudía a todos lo estamentos internacionales en busca de ayuda.
Quienes quedaron en la calles se establecieron en refugios, pero las condiciones de salubridad empeoraron con los cuerpos diseminados por todo Haití. Cadáveres que no pudieron ser enterrados por sus familiares, si no que fueron sepultados en fosas comunes para evitar que las enfermedades se esparcieran.
Pero hubo una enfermedad que se resistió a morir con las víctimas y surgió con fuerza en octubre de 2010. El cólera se alimentó de la suciedad que dejó la tragedia y comenzó a ser verdugo de niños, mujeres, jóvenes y ancianos. Sin distinción alguna se aprovechó de la miseria en la que quedó aquella nación.
Hoy en día, más de 3.600 personas que sobrevivieron por su tenacidad al terremoto cayeron bajo el yugo del inclemente cólera.
Un año después, Haití parece el mismo que se despertó al otro día de la tragedia. Las ayudas no se han canalizado, pocas construcciones se han puesto de nuevo en pie y la lucha política tras las pasadas elecciones ha desviado la atención de lo esencialmente importante, levantarse de las ruinas.
A pesar de toda la adversidad, aún existe la esperanza y la convicción por un futuro mejor. Prospery Raymond, un pastor cristiano que desde que se derrumbó la primera piedra trabaja por reconstruir, no solo hogares, sino también la fe de familias enteras, así lo manifiesta.
"Desde la tragedia, aseguré que la prueba que Dios nos puso, es una prueba que perdurará toda la vida. Ni el cólera ni la inseguridad ni la violencia apagarán la luz de todo un país que siempre se levanta de la adversidad", asegura este hombre de fe.
El 12 de enero será una fecha imborrable en la memoria de los haitianos, que hoy más que nunca, siguen pidiéndole al mundo que no los abandone, que no los deje solos pues Haití necesita de todos para regresar de las cenizas.
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