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HISTÓRICO
Tumaco: la tierra donde los muertos siguen vivos
  • Tumaco: la tierra donde los muertos siguen vivos | La Casa de la Memoria está en Tumaco. Cerca de 400 fotografías se guardan como homenaje a las víctimas. FOTO DONALDO ZULUAGA
    Tumaco: la tierra donde los muertos siguen vivos | La Casa de la Memoria está en Tumaco. Cerca de 400 fotografías se guardan como homenaje a las víctimas. FOTO DONALDO ZULUAGA
Por JAVIER ALEXANDER MACÍAS | Publicado

En Tumaco los muertos, los de hace años, siguen vivos. A fuerza del olvido continúan con la existencia en un salón donde a diario se miran de frente los unos con los otros. Es un casa vieja, de paredes blanqueadas con cal. Un velón encendido da un aire mortuorio al lugar, y siempre huele a sahumerio.

—Es el olor de la muerte, afirma Nicolasa. Así olían los días que mataron a sus tres hijos. Así huelen sus días cuando va a visitarlos a la Casa de la Memoria, en Tumaco, y mira sus fotografías y revive los recuerdos entre otras 400 imágenes de los muertos de balas de fusil, de los que bajaron sin vida por el río, de los que se fueron —o se los llevaron— y no se sabe dónde están o cuándo vendrán.

A Nicolasa la guerra se le llevó todo, menos el brillo de los ojos, y ahí, en la Casa de la Memoria, es donde encuentra consuelo a sus dolores y ausencias. El sonido del tambor le evoca las faenas de pesca en las tardes rojizas de Tumaco, cuando Juan, Wilfer y Elkin llegaban con redes a cuestas, pescado en mano y siempre sonrientes y afables.

—No sé por qué se los llevaron. Por qué los mataron si ellos no tenían nada que ver con esa gente. Ellos eran simples muchachos trabajadores.

El brillo de la mirada se le opaca y Nicolasa enjuga sus lágrimas con sus manos negras, ajadas por el paso de 75 años, 40 de ellos entre una guerra en su territorio que no solicitó vivir.

Un homenaje a las víctimas
La Casa de la Memoria del Pacífico Nariñense es una espacio donde los tumaqueños hacen memoria para no repetir los capítulos de horror vividos, y rinden un homenaje a las víctimas del conflicto armado. Esta región ha sido golpeada fuertemente por todas las violencias y los distintos grupos armados ilegales.

El Pacífico ha padecido 198 masacres entre 1989 y 2014, en las cuales han muerto 798 habitantes y los grupos armados han desplazado 239.985 personas según registros de la Comisión Nacional de Reconciliación.

Como el conflicto armado los ha tocado a todos, la Casa de la Memoria es para todos. El sacerdote español José Luis Foncillas ha liderado el proyecto que contiene más de 400 fotografías llevadas por los familiares para dignificar a las víctimas. Ese es su manifiesto sobre el misterio y lo sagrado de la vida.

—A través de fotografías queremos contribuir a la memoria de estos pueblos. Es un primer granito de arena para la construcción colectiva de la historia de esta región, dice el padre Foncillas.

La Casa de la Memoria tiene tres salones. En el primero, explica Foncillas, hay elementos utilizados por los ancestros y con estos buscan la reconstrucción de la historia del pueblo del Pacífico. En el segundo hay 400 fotografías de algunas de las víctimas. Así buscan su dignificación y la no repetición de los hechos. Y en el tercero, están las memorias de resistencia y lucha, de aquellas personas comprometidas con iniciativas de paz.

En estos salones no se pueden tomar fotografías por respeto a los muertos. Los negros creen que esa luz incandescente de la cámara les retrata el alma. También hay un árbol para colgar en papelitos de colores iniciativas de convivencia. La música suena diario y durante todo el día. Si se termina una ayudante corre a reiniciar las melodías. Es una música suave, celestial, aunque a veces retumban los sonidos de esta región calurosa.

Como si los muertos escucharan —dice Rebeca, una negra de piel brillante por el calor tumaqueño —pero es la única forma de soportar un poco el dolor de la muerte, con música.

Los muertos siguen vivos
Nicolasa se detiene frente al patio enrejado donde se ve el mar de Tumaco, en lo más profundo de la Casa de la Memoria. Como en un ritual, la anciana de poca estatura y escasa dentadura se queda de pie. No murmura y cierra los ojos. Sus manos apretujan un crucifijo de su hijo. Su respiración se agita y sus manos se ven saltar por los latidos del corazón.

Detenida, o mejor, suspendida en recuerdos, ve cruzar canoas con canoeros de pie. El olor a pescado se mezcla con el del sahumerio e impregnan su cabello, la piel, la ropa, el lugar. —Pensaba en mis hijos, dice, y vuelve a sumirse en recuerdos.

Vuelve a la sala. Toca una y otra vez los retratos. Levita. Su nieta, de cabello apretado por trencitas diminutas la interrumpe: ¿Esta vez si es para siempre, mamita? Le dice que sí, pero refuta que algún día volverán a encontrarse, que mientras eso pasa los sienta vivos en las fotos donde Nicolasa descubre que sus muertos, como los otros muertos, siguen vivos en la Casa de la Memoria

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