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El presidente que gobierna por Twitter y se toma selfis en la ONU

  • Nayib Bukele mientras se foto una selfi con el nuevo iPhone 11 Pro en la Asamblea de la ONU. FOTO EFE
    Nayib Bukele mientras se foto una selfi con el nuevo iPhone 11 Pro en la Asamblea de la ONU. FOTO EFE
26 de septiembre de 2019
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Nayib Bukele no podía pasar desapercibido. El presidente de El Salvador, que usa Twitter como oficina de gobierno –para dar órdenes a sus ministros, compartir mensajes con youtubers y mandar a dormir a sus seguidores–, inició su primera intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas tomándose una selfi.

Durante todo el performance –desde el momento en que interrumpió su saludo protocolario, sacó su celular (el recién lanzado iPhone 11 Pro) y posó ante la cámara y ante las delegaciones de 193 países– Bukele estuvo temblando. Sabía que, con esa foto, ponía sobre él los ojos del mundo. Esa era justamente su intención.

“Muchas más personas verán esta selfi de las que escucharán este discurso”, dijo. Luego, como una confirmación de que la política ha cambiado para siempre, sentenció: “El mundo ya no está en la Asamblea General”. Los votantes, y por lo tanto el poder político, Bukele lo sabe bien, se trasladó a la pantalla del celular que el mandatario se guardó en el bolsillo antes de seguir con su discurso.

Gobernar el mundo con 280 caracteres

A las 3:47 de la tarde del 5 de junio de 2019 el secretario privado del presidente de El Salvador recibió una orden: destituir a un funcionario cuota del gobierno anterior, reemplazarlo con tres técnicos y repartir entre ellos el salario de 3.325 dólares al mes asignado hasta ese momento para el cargo.

Seis minutos después, el secretario reportó que había cumplido la instrucción. Le alcanzó, incluso, para dar una muestra de eficiencia: sobraban 25 dólares que serían enviados al fondo de ahorro de la nación. El presidente, sin embargo, tenía otros planes: “Con los 25 dólares compre una cafetera, para trabajar hasta tarde”, le dijo. Hizo una pausa y volvió a ordenar: “Y ponga de su salario para pan dulce”.

La conversación no ocurrió en un pasillo del Palacio Nacional de San Salvador, ni a través del teléfono privado del gobierno. Todo –la orden del despido, la de la cafetera y la del pan dulce– sucedió en el Twitter del presidente Nayib Bukele. Ese último mensaje suma 25.1000 me gusta, 3.100 retuits y cientos de comentarios de seguidores sugiriendo la marca del pan.

Incluso desde antes de asumir la presidencia el pasado 1 de junio, la apuesta del político de 37 años –el mandatario más joven de América Latina– ha sido que sus acciones de gobierno no ocurran en privado. Bukele rompió la tradición de jurar su cargo en el Palacio del Congreso y lo asumió en la plaza Gerardo Barrios, frente a cientos de miles de seguidores. Su primera orden como presidente electo fue, básicamente, ponerse en un escenario y frente a una multitud.

“Se le ordena”, la frase con la que desde hace dos meses anuncia nombramientos públicos, despidos e instrucciones de seguridad a través de Twitter, se convirtió en un eslogan que no solo va dirigido a sus ministros.

Bukele le ordenó a la revista Forbes México que hiciera una rectificación de un artículo en el que lo mencionan; a la youtuber Perxitaa que hiciera mejores videos; le dijo al influencer Jacobo Wong que se bañara y mandó a sus seguidores a dormir en la madrugada.

En cada caso, el público aplaudió entretenido. Por las calles de San Salvador circularon en los siguientes días buses de una marca de gasesosas que mezclaba su propio eslogan con el del presidente: “Se le ordena a los salvadoreños disfrutar lo nuestro”.

A Bukele comenzaron a lloverle títulos. La firma Mitofsky lo calificó en junio como el gobernante más popular del mundo, con un 71 % de aprobación; él mismo se describió en una de sus publicaciones como el “Presidente de Twitter”, y como el “presidente más genial del mundo mundial”, según se lee en la descripción de su perfil en la red social.

Su truco, explican los expertos en comunicación política, no es nuevo, pero nunca había llegado tan lejos. Consiste en transmitir la ilusión de que el poder, ese mundo privado y de apellidos selectos, sucede a la vista de todos.

Contar una historia

Con la llegada de la televisión hace más de medio siglo, explica la vicepresidenta de la Asociación Colombiana de Consultores Políticos, Nury Astrid Gómez, los líderes convencieron a sus votantes de que podían entrar a las salas de sus casas para hablarles directamente.

Con las redes sociales, hace una década, fueron más allá: los persuadieron de que ahora les hablaban al oído, de que se habían convertido en sus confidentes.

“Recibiste un mensaje directo del presidente de Estados Unidos”, esa notificación, que apareció en los celulares de los seguidores del exmandatario Barack Obama durante su campaña a la reelección en 2012 y su segundo periodo en el poder, fue la señal de que la política había cambiado para siempre.

María José Canel, doctora en comunicación de la Universidad de Navarra, se inscribió en la plataforma Dashboard, a través de la cual Obama construyó un círculo de seguidores que transmitían sus discursos a sus amigos y familiares, como amplificadores.

Diariamente, a Canel le llegaban mensajes de Obama, redactados como si estuviera contándole un secreto: “Voy a hacer un anuncio muy importante hoy y quería que tú lo supieras primero...”.

El gran descubrimiento del presidente demócrata, explica, fue comprobar que los gobernantes ya no necesitan a los medios de comunicación para llegar a su público.

El relato sobre sí mismos que quieren transmitir –ya sea el del héroe del común que escala hasta ser el primer presidente negro de EE. UU., como Obama; o el del jerarca de una institución milenaria capaz de detenerse para tomarse una selfie, como el Papa Francisco; o incluso el del “millenial” “cool” que gobierna El Salvador desde su despacho de 280 caracteres– llega sin intermediarios de sus equipos de publicidad a los ciudadanos.

La fórmula no tiene un molde. El sucesor de Obama, Donald Trump, aplicó la misma estrategia, pero proyectando una imagen exactamente contraria: reemplazó la calidez por fuerza y la admiración por miedo.

Trump aplicó en Twitter su propia versión de la diplomacia según Wiston Churchill: “El arte de decirle a la gente que se vaya al infierno de tal manera que pidan instrucciones”.

Desde su cuenta personal, convertida en un canal oficial, el presidente de EE. UU. da órdenes a sus pares de otros países, amenaza con guerras y descalifica opositores o aliados caídos en desgracia. La construcción de sus tuits, explica Gómez, sigue tres pasos infaltables: todos tienen una opinión, una orden y una exclamación.

“No te concentres en mí”, le ordenó por ejemplo en un tuit a la primera ministra británica Theresa May en noviembre de 2017. “Concéntrate en el destructivo terrorismo radical islámico que está teniendo lugar en Reino Unido”, opinó, y luego cerró exclamando: “¡Estamos bien!”.

Como explica Sebastián Delgado, consultor en marketing digital, la clave de la diplomacia de redes sociales no está en el tipo de historia que se cuenta, sino en que esta sea interesante.

No importa si algunos no les gusta su estilo, afirma en su blog del sitio Twitplomacy el experto en diplomacia digital Arsen Ostrovsky, “cuando Donald Trump tuitea a sus más de 70 millones de seguidores (digamos, por ejemplo, a las 3 de la mañana, amenazando a Corea del Norte), el mundo escucha”.

Tocar el poder

Nunca hasta esta época, esas conversaciones entre poderosos que salvan o condenan a cientos de miles de personas habían estado disponibles para ser leídas por un auditorio. Las decisiones cruciales se tomaban en cuartos cerrados o en líneas encriptadas, como la que existió entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría.

Ahora, esas conversaciones telefónicas son publicadas en Twitter, como hizo en abril de 2018 el presidente francés, Emmanuel Macron con un clip de 17 segundos en el que discutía sobre armas nucleares con el mandatario ruso Vladímir Putin. El efecto, para el público, es que se siente como un actor más en el escenario del poder; que puede, incluso, influirlo.

“Parece tan fácil comunicarnos, que hasta llegamos a creer que podemos dar órdenes directas a nuestros mandatarios”, dice Gómez.

Así ocurrió, literalmente, el 30 de junio de 2019, cuando una de las seguidoras de Bukele lo etiquetó en una publicación: “Señor presidente, se le ordena que se vaya a dormir ya. Para que pueda seguir con sus funciones más tarde”.

Bukele tardó nueve minutos en contestar, a las 4:45 de la mañana: “Ya habrá tiempo para dormir... Ahora hay un país que arreglar”. Su tuit obtuvo 14.200 me gusta y 1.200 retuits.

Por momentos, Bukele parece omnipresente. Responde a cualquier hora de la madrugada, lanza comunicados oficiales en horarios atípicos, tuitea antes de cada medianoche si cumplió su objetivo diario de 0 homicidios en El Salvador.

Todo lo hace con la sonrisa imperturbable de su foto de perfil, que no permite traslucir si es efectivamente él quien habla o uno de los miembros de su equipo de redes. En el fondo, es indiferente. Twitter, explica Gómez, es precisamente esa ficción en la que “el presidente más genial del mundo mundial” puede estar al mismo tiempo tuiteando y durmiendo.

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