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D'artagnan

24 de febrero de 2009
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Tengo que confesar que, hace algunas décadas, las columnas de Roberto Posada García-Peña, publicadas en El Tiempo, bajo el seudónimo de D'artagnan, me enfurecían. Su sectarismo político era contundente y arrasador. Su liberalismo extremo me dejaba abrumada. Muchas veces critiqué sus ataques a mi amado Partido Conservador y a sus líderes, lo consideraba demasiado sesgado. Roberto iba derecho a la yugular sin compasión, era casi violento. Pero los años lo depuraron. Cuando lo conocí, ya había cambiado su beligerancia y así se lo comenté, a lo que él me contestó, "Tienes toda la razón. Uno se apacigua con el tiempo".

El D'artagnan de los últimos tiempos era un periodista avezado, versado y bastante imparcial; con muchos intereses además de la política, con un ojo agudo y discernidor que podía atacar o defender sin importar el partido de su "víctima". Siempre brillante, de un humor variable, a veces negro, otras jovial. En ocasiones, como todos, se equivocaba, por lo menos eso me parecía a mí, pero la mayoría de las veces era acertado. Siempre escribía de una forma fluida, fácil de entender, pero nunca se dejó llevar del facilismo. Tal vez por eso, su columna llegó a ser una de las más leídas en el país. Los domingos era lo primero que se leía. El domingo 22 de febrero, su último día con vida, el periódico publicó su excelente columna sobre el libro El Dilatante, de Luis Zalamea, su amigo y compañero de la buena mesa, una de las cosas que realmente disfrutaba.

Con el tiempo fui conociendo otras facetas de su personalidad. Tal vez, la más destacada fue su sensibilidad familiar. Excelente hijo, padre y marido. Cuando caminaba por el barrio, donde él vivía, era común verlo montar patineta o bicicleta con sus pequeños. En esos casos, el destacado periodista exudaba un espíritu juguetón bordeando en lo infantil. Pero nunca lo vi más orgulloso que en las noches en que se inauguraban las exposiciones de Lorenza Paneso, su mujer, o cuando hablaba de algo que había escrito su hija, o alguno de los triunfos escolares de los muchachos.

La última vez que lo vimos, nos invito a su casa a comer, éramos solo nosotros, Lorenza y los niños. Él mismo cocinó, como lo hacía cuando le quedaba tiempo, con conocimiento y maestría. Luego, nos obsequió con una excelente botella de champaña, de su colección, y un gran vino: "Los tenía guardados para el futuro, pero hoy, creo que es mejor disfrutarlos de una vez". Sé que así lo hizo con muchos. Fue despidiéndose, casi sin quererlo, pues jamás perdió la esperanza. Enfrentó su enfermedad con valor, con la vista siempre al frente, con optimismo.

Hoy, somos muchos los que lo despedimos, acompañamos y acompañaremos a sus padres, su señora y sus hijos, con inmenso cariño.

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