Aprovechando el nuevo auge que está tomando la vida y obra de Cosiaca, el genial “bobo” (¿o vivo?) que deambuló por el departamento a inicios del siglo XX –“cuando todo esto era manga”– cabe recordar una de sus anécdotas recogidas en el libro El Testamento del Paisa. En el afamado texto, que todo antioqueño debería leer, Agustín Jaramilló recopiló que en una ocasión pasó Cosiaca por una finca cerca de la ciudad. Al identificarlo salieron algunos peones y le dijeron:
—¡Venga pa´ acá Cosiaca y diga una mentira bien grande!
—¡Ahora con qué lugar –contestó Cosiaca de mala manera y con cara de afán–. Voy volando pa´l incendio de Medellín!
Ante semejante noticia, los peones salieron detrás de Cosiaca, pero al llegar a la naciente villa se dieron cuenta que habían caído “redonditos” en una más de las argucias del genial “bobo”.
Sin embargo, lo ocurrido el 29 de octubre no fue una “mentira verdadera” de Cosiaca sino una especie de infierno en la tierra que tuvo como epicentro justamente el naciente centro de la villa, que ardió por más de 12 horas y que por poco arrasa con los visos de ciudad que ya habían.
Como toda gran catástrofe, el gran incendio de Medellín de 1921 estuvo precedida por otra serie de pequeñas emergencias que ya daban cuenta de la ineficiencia de los organismos de socorro de ese entonces. Por ejemplo en la madrugada del 22 de octubre, se presentó una deflagración en una opulenta casa ubicada en la calle 56 Bolivia que afectó la vivienda y una carpintería vecina. Por fortuna el fuego no se expandió gracias a la rápida acción de la Policía local toda vez que los bomberos de la ciudad –que al parecer en ese tiempo eran un cuerpo de voluntarios– llegaron hora y media después de reportada la emergencia cuando ya estaba controlada.
“Insistimos en que es necesario que se hagan reparar cuanto antes las máquinas contraincendios propiedad del municipio y conseguir y seleccionar un personal al que deba instruirse muy bien en el manejo de aquellas. Además que los que formen ese cuerpo de bomberos puedan ser llamados a cualquier hora del día o la noche”, se leía en una queja de EL COLOMBIANO.
Para el 27 de octubre, otro conato se presentó en la mañana de ese jueves en el Hotel América y nuevamente la Policía y hasta la comunidad y el párroco de la iglesia vecina debieron atenderlo porque otra vez los bomberos llegaron una hora y 15 minutos tarde. Los daños fueron avaluados en $500 dólares de la época toda vez que hubo que tumbar techos para evitar que el fuego se propagara.
El infierno en la tierra
Pese a estas advertencias, nadie estaba preparado para lo que ocurrió la noche del sábado 29 de octubre de 1921. Mientras algunos se divertían en el Circo y otros ya dormían, los silbatos y gritos de los celadores comenzaron a dar la alarma de que en el cruce de la carrera 51 Bolívar con la calle 51 Boyacá –donde se ubicaba el edificio Ángel y gran parte del naciente comercio de la villa– ya salía espeso humo.
Según el cronista de EL COLOMBIANO que registró la tragedia, la noticia se expandió rápidamente y la gente se agolpó a contemplar las grandes llamas sobre los tejados del costado occidental de la manzana más rica de Medellín y en la que también se ubicaban la Alcaldía, la Gobernación y los bancos. “Las llamas causaban un ruido endemoniado, una confusión terrible y un gran miedo”, escribió.
El anónimo reportero narró como rápidamente civiles y policías “con arrojo inaudito sacaban objetos de mil clases de los comercios vecinos para ponerlos a salvo”. Los improvisados bomberos, con machetes y hachas, irrumpían en los comercios aledaños para salvar lo que pudieran antes de que las llamas calcinaran todo, “oponiendo su temeridad a la fuerza poderosa de la conflagración que adquiría proporciones gigantescas”.
El cronista también registró el desespero reinante ante la falta de recursos para apagar las llamas. Este documentó como apenas una bomba de agua, manejada por cuatro civiles, medio servía para lanzar chorros a los puntos donde no había fuego para así evitar su expansión.
A raíz de la emergencia un curioso hecho se dio en esa goda Medellín. “Sacerdotes católicos y hermanos cristianos, con tanta serenidad como valor, prestaban mutuamente su ayuda a donde los necesitaran”.
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La cosa comenzó a empeorar ante tres situaciones. Primero, el fuego se expandió a los locales comerciales que en ese entonces almacenaban algunas barras de dinamita, como si de cualquier inofensivo artilugio se tratase, lo que causó algunas explosiones que causaron terror. Lo segundo es que la ciudad quedó en la penumbra toda vez que las autoridades suspendieron el alumbrado público de la urbe. Solo el fulgor del incendio –ya visible desde otros puntos de la ciudad– daba luz a los improvisados rescatistas. Y el tercer elemento es que el calor de las llamas fundió los cables de telégrafo, dejando a Medellín incomunicada y sola en su lucha contra la candela.
Pese al panorama desolador, más esfuerzos se seguían sumando para contener las llamas. Ahora los soldados destacados en la ciudad ponían el hombro en la contención del incendio. El gobernador de Antioquia Manuel María Toro y el comandante de la Policía se habían trepado a los tejados vecinos y desde esa primera línea del pequeño infierno en la tierra gritaban órdenes y contraórdenes a uniformados y civiles para atajar las llamas.
“La Roma de Nerón”
Sin embargo, no todo fue civismo, cerca de la media noche iniciaron los saqueos. Cientos de personas, ocultos entre el espeso humo del que se apoderó la ciudad, rapiñaban lo que podían de las vitrinas desvencijadas del epicentro del fuego. Por ello, los policías tuvieron que partirse entre los que combatían el fuego y los que arrestaban a los saqueadores. En la madrugada del 30 ya eran cerca de 300 los detenidos por este motivo.
Cerca de las 11:30 p.m., se notó que los esfuerzos por detener las llamas eran inútiles. Si bien sobre la calle Boyacá se había logrado contenerlo, el fuego seguía ardiendo sobre la calle Colombia entre Bolívar y Carabobo. La ciudad parecía haberse entregado a su destino. Como si fuera la ardiente Roma de Nerón, mientras unos lloraban de tristeza por el desastre, otros se entregaban a la locura y comenzaban a beber de los licores inicialmente salvados del fuego. Hasta algunos policías cayeron presa de la beodez y la resignación.
Cerca de las 5:00 a.m., el fuego ya llegaba al emblemático Edifico Bedout. Sin embargo, el cronista documentó que, al ser una edificación construida a cal y canto, resistió mejor las llamas. Esto lo convirtió en un punto de resistencia al fuego. Pese a esto algunos de sus depósitos sucumbieron a las llamas.
Finalmente, cerca de las 9:00 a.m., del 30 de octubre por fin las llamas pudieron ser controladas y al mediodía gracias a un “milagroso” aguacero que cayó sobre la villa, las brasas fueron enfriadas. Aunque en el registro de la tragedia no se especifica el saldo en vidas humanas, los heridos tuvieron que haber sido muchos. Y si bien no se habló de muertos, de dos policías desaparecidos, sí
Luego llegó la triste hora de hacer balances. Unos comentaban que las pérdidas rondaban los $20 millones de dólares de la época, otros más conservadores tasaban la tragedia en $5 millones de billetes verdes. Cerca de 50 comerciantes, entre ellos el magnate Félix de Bedout, quedaron damnificados. Irónicamente, la sede de la Compañía Colombiana de Seguros también fue presa de la candela.
Y claro, luego de una tragedia de tal magnitud, era hora de buscar culpables. “Lo que llamamos Cuerpo de Bomberos si acudió al incendio, no fue visto. Las malas bombas de agua eran manejadas por personas que, si bien intencionadas, carecían de habilidad”, comentó el cronista urgiendo a la reforma de los bomberos.
Como es habitual en sucesos como ese, las especulaciones empezaron a rondar por la ciudad. Unos hablaban de que el fuego comenzó en el almacén Nápoles por cuenta de un corto circuito, otros comentaron que alguien habría arrojado sin querer un fósforo encendido sobre un montón de viruta, incluso se habló de manos criminales, de acuerdo a la recopilación hecha por el reportero.
La magnitud de la tragedia fue noticia nacional y los líderes políticos del país expresaron sus sentidas condolencias por la pérdida sufrida en la urbe paisa. Un homenaje más humilde, y si se quiere morboso, hicieron las gentes venidas de todos los rincones de la villa que querían presenciar con sus ojos el hecho, tal vez queriendo comprobar que esta vez no era otra mentira del avivato Cosiaca.
Además, según el texto del comandante Jesús M. Espinosa, tras el lamentable hecho, en junio de 1922 se contrató al ingeniero Arthur S. Aungst – un exoficial del servicio de bomberos de New York– quien organizó el vilipendiado cuerpo de rescatistas local en una institución más profesional. Además, para el 22 de diciembre de ese año comenzaron a llegar las máquinas de bomberos que incluso 102 años después todavía están funcionando y desfilan en la ciudad en el tradicional Desfile de Autos Clásicos y Antiguos.
Y si bien en la ciudad ocurrieron más incendios de mayor magnitud, el de 1921 goza de cierta relevancia toda vez que Medellín logró resurgir con más brío de esa tragedia que casi se lleva al Parque de Berrío y al centro de la ciudad, y que afianzó el naciente urbanismo de la pequeña metrópolis y además dio inicio a la transformación de sus organismos de emergencia en el gran cuerpo que hoy es. En síntesis. y parafraseando el famoso refrán popular: del “quemado”, el sombrero.