Por Lina María Múnera G.
Por Lina María Múnera G.
muneralina66@gmail.com
Cuando la vida de una persona, sea joven o mayor, ha transcurrido de manera nómada, en algún momento escucha esa pregunta inevitable sobre el origen de sus raíces. André Gide, premio nobel de literatura en 1947, contestó: “pero por quién narices me toma usted, yo no soy un árbol. Yo no soy un árbol, no tengo raíces”. Es que quien siente el placer de descubrir el mundo y la sensación de libertad que produce el exponerse a otras culturas, consume sus días como una planta no vascular, absorbiendo el agua directamente del medio.
Ser producto de muchos lugares a la vez es posible, y por qué no, deseable. La oportunidad de estar expuesto a otras culturas sólo suma y ayuda a formar criterios de pensamiento más amplios que con seguridad se convierten en herramientas útiles para formar juicios propios sobre el mundo. Dicho esto, cualquiera se preguntaría por qué entonces, si en las últimas décadas hemos podido experimentar una movilidad única (sin pensar en el paréntesis que nos ha generado esta pandemia), han surgido por doquier toda clase de movimientos claustrofóbicos que se miran el ombligo y niegan la existencia del otro diferente. Peor aún, hemos tenido acceso, gracias a la tecnología, a lugares, personas e ideas a las que muy pocos podían acceder anteriormente, y sin embargo el mundo se nos ha reducido a una pequeña aldea que hay que defender no sabemos muy bien de qué.
No se podría culpar al arraigo, porque éste se puede sentir por muchos lugares y en diferentes momentos a lo largo de la vida. La permanencia temporal y el amor por un lugar y sus gentes no exigen el rechazo a todo lo demás. En cambio la mezquindad de pensamiento y el miedo a la pérdida material confunden. Y no ayudan para nada en tiempos de incertidumbre. Para algunos, el sentido de pertenencia da seguridad, mientras que para otros constriñe. Como en todo, no existe unanimidad, pero sí debería primar el respeto y la amplitud de miras. Porque la sociedad se construye así, a base de diferencias, de miradas distintas, de capacidad de comprensión.
Bien sea sin raíces, con ellas profundas o aéreas, la evolución exige flexibilidad en el tronco para no romperse. Mecerse con otros vientos, dejar que las ramas se extiendan y se toquen. Crecer amparado bajo la sombra pero nutrido por el sol que compartimos y que no pertenece a nadie exclusivamente. Se puede hacer parte de un bosque conservando las cualidades que nos hacen únicos e irrepetibles y reconociendo eso mismo en todo lo que nos rodea.
Se vale ser árbol o ser musgo.