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Nos hemos convencido de que tener un propósito justifica el agotamiento.
Por Caty Rengifo Botero - JuntasSomosMasMed@gmail.com
La semana pasada caminé con una de mis grandes mentoras y amigas. Durante nuestra conversación me acordé de las mañanas en “pavas” en la finca de mi abuela. La recordé en las mañanas diciéndonos con una sonrisa cómplice y una taza de chocolate en la mano: “Dolce far niente” niñas es la dulzura de no hacer nada. En su voz, esa frase italiana no era una invitación a la pereza, sino un recordatorio de que vivir también significa detenerse, respirar, contemplar. Hoy, en medio de una cultura que glorifica la eficiencia y la productividad sin pausa, esa enseñanza resuena con más fuerza que nunca. ¿En qué momento dejamos de valorar el tiempo que no está lleno de tareas?
Vivimos una época donde la eficiencia se ha convertido en virtud suprema. Nos medimos por lo que producimos, por cuántas reuniones logramos encajar en un día, por cuántos correos les hemos dado respuesta antes de las 8 a.m. La hiperactividad se ha vuelto sinónimo de éxito, y el descanso, casi un pecado. En esta lógica, el tiempo libre no es visto como espacio de contemplación, sino como tiempo perdido.
Byung-Chul Han, filósofo surcoreano radicado en Alemania, lo describe con precisión en La sociedad del cansancio: ya no vivimos bajo el mandato del deber, sino bajo la tiranía del rendimiento. No necesitamos jefes que nos vigilen; nos autoexplotamos con entusiasmo, convencidos de que hacer más es ser más.
¿Qué dice la ciencia sobre esta sobrecarga “burnout”? Un estudio de la Organización Mundial de la Salud y la OIT (2021) reveló que trabajar más de 55 horas semanales aumenta 35% el riesgo de sufrir un accidente cerebrovascular y 17% el de morir por enfermedades cardíacas. Investigaciones de la Universidad de Stanford han demostrado que la productividad por hora disminuye drásticamente cuando se superan las 50 horas semanales de trabajo. Es decir, trabajar más no solo nos enferma: también nos hace menos eficientes.
Y, sin embargo, seguimos corriendo. Nos hemos convencido de que tener un propósito —que se ha vuelto mantra en el mundo corporativo— justifica el agotamiento. Pero en esa búsqueda de propósito, muchas veces olvidamos el propósito superior: vivir. Vivir con pausa, con presencia, con tiempo para mirar el cielo sin culpa.
Contemplar no es perder el tiempo. Es permitirle al cerebro procesar, crear, descansar. Es en el ocio donde nacen las ideas más brillantes, donde se cultiva la empatía, donde se recupera la salud mental. Como lo afirma el neurocientífico Andrew Smart, autor de Autopilot: The Art and Science of Doing Nothing, el cerebro necesita momentos de inactividad para funcionar de manera óptima. El descanso no es un lujo: es una necesidad biológica.
Este artículo no es una crítica al trabajo, sino una invitación a equilibrarlo. A entender que no hacer nada también es hacer algo. Que el tiempo libre no debe ser llenado con tareas, sino con vida.
En una ciudad como Medellín, vibrante y resiliente, donde el hacer ha sido motor de transformación, necesitamos espacios para el ser. Para el silencio. Para el descanso.
Porque al final, no se trata de cuántas metas cumplimos, sino de cuántos momentos realmente vivimos.