El aislamiento social nos obliga a enfrentar y afrontar cada amanecer una misma pesadilla: otra vez lo mismo, otra vez la rutina, otra vez la insoportable cotidianidad del encerramiento. Es como si el ser humano estuviera irremediablemente condenado a un destino monótono, al suplicio de una vida sin horizontes, a caminar día tras día (y durante todo el día) el mismo sendero, los pies repitiendo las mismas pisadas.
De pronto descubrimos que no es cuestión de pandemias y cuarentenas, sino que el ser humano vive (y ha de morir) inmerso en la cotidianidad. Querámoslo o no, lo cotidiano llena la vida y como afrontemos esta realidad estará signando de satisfacción o de aburrimiento la existencia. Es más, la felicidad, si existe, llega por este carril monótono del cada día. La alegría, la tristeza, la vacuidad o la plenitud, el éxito o el fracaso, la muerte, el misterio, el amor, todo navega en el agua aparentemente estancada de la cotidianidad.
Hay que aceptar lo cotidiano. Aceptación que no es sinónimo de resignación, porque no se trata de sumergirse irremediablemente en el marasmo gris de la monotonía -tentación siempre presente-, sino de dinamitar la cotidianidad con la vivencia entusiasta del acontecer diario. Mucho más de lo que imaginamos, lo cotidiano es tierra minada de emociones en las que a cada paso puede explotar, más que lo inesperado, la gozosa comprensión de lo que todos los días se repite.
El error es creer que la cotidianidad sólo se rompe con lo inusual, con lo sorpresivo, de forma que la vida se convierta en una angustiosa cacería de ensueños y utopías, sin otra finalidad que la de ser infiel al presente y huir de lo cotidiano. Termina uno siendo el eterno fugitivo de sí mismo, que disimula la frustración detrás de cualquier parapeto mentiroso.
El verdadero asombro, el que enriquece, no es el que se opera ante el milagro sino el que llena de ternuras inéditas lo que siempre tenemos entre las manos: el paisaje de todos los días, el trabajo de todos los días, el amor de todos los días (y el amor de todas las noches, claro), el cansancio de todos los días. Y el pan nuestro de cada día también, por supuesto.
Cuando se acepta con alegría lo cotidiano, se imprime un toque de amor y de eternidad a lo único que se tiene en concreto. Que es el hoy. El aquí y el ahora. Eso, la cotidianidad.