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Roger Federer González

Pocas tragedias han sido tan grandes, en el azar que nos ha dejado milenios de evolución, como el hecho de que la vida del humano sea tan larga y la de su perro efímera.

12 de mayo de 2024
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  • Roger Federer González
  • Roger Federer González

Por David González Escobar - davidgonzalezescobar@gmail.com

Hace unas semanas murió Roger, Roger Federer González. Tenía once años y pico. Un número que conocía, pero que, quizás por instinto, prefería no asimilar. Sin embargo, el pasar de los años, especialmente cuando la longevidad es tan fugaz, se hacía inocultable: el color blanco apoderándose progresivamente del hocico, el esfuerzo encubierto para hacer las cosas que antes parecían cotidianas y, sobre todo, la antes incontrolable energía convertida en días enteros de apacible reposo, echado en las baldosas frías, transmitiéndonos su calma imperturbable.

Y así, como suele ocurrir con muchas cosas que sabemos que sucederán pero que nos resistimos a aceptar, Roger se fue apagando primero de manera gradual y casi imperceptible, y luego rápida e inexorablemente, dándonos al menos el último gusto de que el final fuera breve. Dejándonos un vacío proporcional a todo lo que en su corta y bien vivida vida tanto llenó.

Todo el mundo cree que tiene el perro perfecto, pero en mi caso particular, no me cabe ni el más mínimo asomo de duda de que así era.

Era bajito para ser un Golden Retriever, pero sus patas desproporcionalmente grandes, de leoncito, lo compensaban. Su pelaje vasto y frondoso, de color intensamente dorado, casi tostado, hacía que, al caminar por la calle, hubiera quienes nos acusaran de haberlo llevado a la peluquería para teñirlo.

Cuando alguien me buscaba en mi edificio, había altas probabilidades de que el portero dudara en acertar quién era aquel “David” a quien buscaban, pero si preguntaban por “Roger”, no había vacilación: todo el mundo sabía quién era, todos querían tener que ver con él.

Fue bonachón como pocos: en la memoria de nadie quedará un recuerdo de él enojado. Jamás se le ocurrió siquiera la idea de irse contra alguien. Por el contrario, igual de bonachón, fue asustadizo: mientras más pequeño el otro perro, más se paralizaba, escapando despavorido ante la amenaza de un Shih Tzu.

De lo que sí tengo incontables recuerdos es de tener que contenerlo mientras se abalanzaba con alegría al reencontrarse con alguien que lo había contemplado solo una vez. Pero luego del saludo, pasaba a comportarse acorde a la dignidad de su nombre: sin que nadie se lo enseñara, tenía modales elegantes, sosegado, siempre expectante. Hasta la comida la velaba según el “Manual de Carreño”: sentado, a cierta distancia, con la mirada fija, y solo a veces, en el punto máximo de desespero, poniéndote encima una pata, como si fuera un Maneki-neko. Incluso, las personas menos perrunas sucumbían ante él: era un seductor consumado y vivió feliz sabiéndolo, el descarado.

Pocas tragedias han sido tan grandes, en el azar que nos ha dejado milenios de evolución, como el hecho de que la vida del humano sea tan larga y la de su perro efímera. Sus uñas largas ya no resuenan contra el piso por las mañanas, y las medias ya no terminan el día repletas de pelo. La vida sigue igual, solo más sola. La ausencia se irá llenando, y lo que quedará, por fortuna, son los recuerdos de una vida plena.

Y aquí en estas páginas quedará él, en uno de los sitios más seguros que se me ocurren para que en el futuro, en un archivo o en algún recorte, quede su nombre. Roger Federer González. .

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