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El mismo Consejo de Seguridad es la mezcolanza de intereses de potencias que no quieren ceder un milímetro ante los discursos del contrario.
Por David E. Santos Gómez - davidsantos82@hotmail.com
La sensación del mundo como un huracán furioso que va de mal en peor no es un asunto del siglo XXI. Se repite cada tanto, en una mezcla de nostalgia y angustia. Que el ayer fue mejor, que hoy el horizonte pinta negro y que el futuro viene con cara de desgracia. Se lloraba ya en las letras de Santos Discépolo en la primera mitad del XX que todo esto, cambalache, fue y será una porquería en el 506 y en el 2000 también y, aún con su visión negativa, el argentino se quedó corto ante las adversidades de la época en la que vivimos.
Ahora, ad portas de cerrar el primer cuarto del siglo, el panorama es desolador y las quejas no vienen, únicamente, del cansancio popular. También lanzan alarmas economistas y políticos, analistas y presidentes. Incluso el Secretario General de la ONU. “Nuestro mundo ha entrado en una era de caos”, dijo el portugués António Guterres la semana pasada en su intervención ante la Asamblea General. Él, más que nadie, tiene conocimiento de causa.
Para Guterres la estabilidad geopolítica es siempre un asunto delicado, pendiente de un multilateralismo frágil. El mismo Consejo de Seguridad es la mezcolanza de intereses de potencias que no quieren ceder un milímetro ante los discursos del contrario. Sin embargo, lo de hoy sobrepasa enfrentamientos ya vividos, y la fractura entre las visiones de los más poderosos hace casi imposible resolver los conflictos mediante el diálogo. No hay potencia que dé su brazo a torcer y las reglas que funcionan hoy para mis intereses son desechadas mañana si no me convienen.
La invasión a Ucrania y la masacre en la Franja de Gaza -que se acerca ya a los 30 mil muertos en cuatro meses- son la muestra más visible del fracaso de las mediaciones. Son los conflictos a los que más horas y tinta dedican los medios (y aún así es insuficiente), pero hay también guerras que asesinan y desplazan a millones de personas en Sudán, el Congo o Yemen.
Si a este desangre le sumamos la crisis económica mundial se alejan las posibilidades de un respiro. La dificultad fiscal que afecta a todas las naciones, pero tiene contra las cuerdas a las más pobres y desiguales, endeudadas a niveles de imposible cubrimiento, augura una década venidera con un deterioro acelerado de la calidad de vida para miles de millones. Y ante la desesperanza y la muerte crece la ira de aquellos a los que la injusticia les destroza la vida.
Para empezar a mejorar el rumbo, ante una hoja de ruta tan compleja, es imperativo actuar de urgencia. Los poderosos tendrían que soltar su hipocresía y portarse en consecuencia. Sabemos todos que es una utopía. No lo hicieron antes y no lo harán ahora. Vivimos en un caos que avanza frente a los ojos de todos. En “un infierno diario y mortal”, para usar las palabras de Guterres.