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El Sociópata

Colombia necesita gobernantes que escuchen, no que manipulen; que unan, no que incendien

hace 20 horas
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  • El Sociópata

Por Alejandro de Bedout Arango - opinion@elcolombiano.com.co

La sociopatía no siempre se expresa con violencia; a veces se disfraza de carisma, de aparente bondad o de falsa cercanía con el pueblo. El sociópata no necesita gritar ni empuñar un arma: le basta con manipular emociones, crear enemigos imaginarios y hacer creer que su causa es la única justa. Su mayor talento es la mentira. Carece de empatía, de culpa y de límites. Su brújula moral apunta siempre hacia su propio interés.

En política, la sociopatía se traduce en esa peligrosa habilidad para engañar sin pestañear, para traicionar sin remordimiento y para romper las reglas creyéndose más inteligente que todos. El sociópata político se alimenta de la división, fabrica víctimas para proyectarse como salvador y culpa a los demás de los desastres que él mismo provoca. Su mayor goce no está en gobernar, sino en controlar.

Daniel Quintero encaja en esa descripción. Su carrera ha sido una secuencia de engaños cuidadosamente envueltos en discursos de renovación. Prometió independencia y terminó arrodillado ante el poder que decía combatir. Juró representar la ética y dejó tras de sí más de 650 procesos en los entes de control, 50 imputados por corrupción incluido él, 2 personas de su equipo en la cárcel y un hermano todo un nuevo rico sin trabajar. Se proclamó transformador y terminó siendo el espejo de lo que juró destruir.

El sociópata político tiene un patrón: primero conquista con seducción, luego divide con cálculo y finalmente destruye para no ser descubierto. Quintero lo hizo con Medellín. Llegó como el “cambio”, y acabó dejando una ciudad fracturada, polarizada y agotada. Gobernó sin empatía, sin diálogo y sin pudor. Quien no se arrodillaba, era enemigo. Quien no lo aplaudía, era corrupto. Convertir la crítica en traición fue su forma de sostener el poder.

Durante su alcaldía, las instituciones se volvieron su tablero de juego. Empresas Públicas de Medellín, orgullo ciudadano por décadas, se convirtió en su campo de batalla personal. Renunció la junta directiva completa, se quebró la relación con los gremios, se frenaron proyectos estratégicos. Gobernó desde el Twitter, mientras la ciudad se hundía.

Y cuando el experimento terminó en ruinas, el sociópata hizo lo de siempre: culpar a los otros. Hoy dice que la consulta del Pacto Histórico fue un complot, cuando en realidad él mismo la provocó, la desbordó y la saboteó desde dentro. Mintió al decir que no había autorizado su inscripción, cuando días antes había reconocido que la había firmado. Se contradijo como quien cambia de camisa: sin vergüenza.

La sociopatía tiene otra característica: la incapacidad de reconocer el daño causado. Quintero no siente culpa. Renunció a la Alcaldía antes de terminar su periodo, dejó una ciudad en consumada por la corrupción, pero se presenta como víctima de una persecución política. Sueña ahora con la Presidencia, no para servir, sino para protegerse. Quiere transformar el Palacio de Nariño en un refugio judicial y al Estado en una venganza.

Pero un país no puede ser el laboratorio de un sociópata. No se le puede confiar la Nación a quien trató el patrimonio público como botín, a quien hizo del poder un espectáculo y de la mentira una estrategia.

El verdadero peligro de la sociopatía política es su capacidad para seducir. El sociópata sabe leer el dolor del pueblo, pero no para aliviarlo: para explotarlo. Habla de los pobres, pero vive del negocio de la corrupción. Su humildad es actuación, su liderazgo es control.

Quintero fue víctima de su propio invento. Se creyó intocable y terminó atrapado en su propia telaraña de mentiras. Destruyó la consulta del Pacto Histórico como destruyó la confianza de Medellín: por exceso de ego y carencia de verdad. Se metió al juego creyendo que podía manipularlo todo, y el juego lo expulsó.

Colombia necesita gobernantes que escuchen, no que manipulen; que unan, no que incendien. Un país no se reconstruye con sociopatía, sino con ética, verdad y sin improvisación.

Daniel Quintero no es el cambio: es el riesgo. No es esperanza: es advertencia. Ya lo vimos gobernar sin empatía, dividir sin culpa y mentir sin vergüenza. Y si algo nos enseñó su paso por Medellín, es que la peor forma de corrupción no está solo en los contratos: está en el alma de quien no siente vergüenza de ser un corrupto.

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