Debido al coronavirus, el debate político estaba menos contaminado de pasiones. O por lo menos anestesiado. Acechaba esperando una ocasión propicia para volver a escena. A la espera del momento para encender las iras. Hasta que se les apareció la Virgen para poder quitarse tapabocas y mascarillas y dar sus alaridos. La papaya la dio la inteligencia militar espiando ilegalmente a políticos, periodistas y exmilitares. Y ahí fue Troya. Se armó la polémica en la cual entraron los cepedas, los bolívar, las aídas, los amnistiados subversivos que se arrellanan en las curules del Congreso. Venían ayunando en la dialéctica agresiva con peligro de caer en la inanición emocional. Las organizaciones internacionales y nacionales de la prensa libre protestaron, fundamentados en razones éticas y jurídicas, al ver conculcados sus derechos de ejercer libremente su función de periodistas. El Presidente Duque, agobiado por los problemas de la pandemia pero demostrando valor y consistencia para enfrentarla –reconocida por el exministro de Hacienda de Santos, Mauricio Cárdenas, calificándola de “ejemplar”–, tuvo que salir a condenar y a anunciar sanciones ejemplares al puñado de uniformados actores de tales temeridades que mancharon el prestigio de una institución con más de 300 mil uniformados. Paradojas propias del frágil y contradictorio sistema institucional colombiano.
Pero si por un lado un grupo de militares marcan un feo lunar en el transcurso de esta emergencia sanitaria, hay otros contingentes que sudando la gota gorda sacan la cara por el país. Diseñan nuevamente las dos Colombias. La urbana que está llevando del bulto de una pandemia como carga pesada, y la rural que está salvando del hambre a un país desconcertado. El hombre del campo rotura la tierra para sembrar y obtener cosechas con destino a la ciudad.
El país tiene una deuda aun impagable con los campesinos. En la violencia partidista de los años 40 y 50 del siglo pasado, fue el sector que puso los muertos. Violaciones, genocidios y todas las prácticas diabólicas de bandoleros, tenían como epicentro las aldeas y pueblos campesinos. Luego transformados en guerrilleros, asolaban los campos. En la violencia establecida desde los años 60 del siglo XX, los campesinos han sufrido en carne propia despojos de sus tierras por parte de los actores, activos y pasivos, del conflicto bélico colombiano.
Pueda ser que una vez superada la crisis del virus, vuelvan los gobiernos su mirada al campo. Lugar tradicionalmente considerado, con la despectiva visión citadina, como “el lugar horrible en donde los pollos y gallinas andan sueltos en pelota”. Campo y verde que no son solo para disfrutar con visiones bucólicas e idílicas, sino para imprimirle bienestar a sus moradores, elevar la productividad de sus parcelas, darles créditos y seguridad a sus vidas y extenderles todos los beneficios sociales de que gozan los trabajadores urbanos. Estas dos Colombias opuestas que persisten desde la Colonia y la República hay que armonizarlas. El argumento definitivo para hacerles justicia, no es sino mirar quiénes están salvando, con evidente responsabilidad, en estos momentos de dificultades al pueblo colombiano.