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Por Juan David Ramírez Correa - columnasioque@gmail.com
¿Otra vez? ¡Qué poca memoria y consciencia tenemos en Colombia! Hace más de 35 años, este país fue un hervidero de asesinatos políticos que incluyó a tres candidatos presidenciales, jueces, ministros, líderes de derecha e izquierda, periodistas y servidores públicos. Todo comenzó con una primera bala y, desde entonces, la violencia fratricida generada por el narcotráfico, el poder de los carteles y, en especial, por la figura de Pablo Escobar, llevó al país a ser un río de sangre. Más tarde, fueron las Farc, el Eln y los paramilitares quienes, a punta de sevicia y dominio territorial, acorralaron al estado y llevaron al país al límite.
Es imposible olvidar que el centro de pensamiento Fund for Peace, reconocido globalmente, y la revista Foreign Policy incluyeron a Colombia en su lista de Estados fallidos. Aunque hicieron la salvedad de que no era un estado colapsado como Somalia o Afganistán, el país quedó ante el mundo como una nación doblegada por los violentos.
Sin embargo, la indignación y el dolor llevaron a la unión y defensa de la democracia y sus instituciones, creando un poder capaz de reconstruir y sacar adelante al país. La resiliencia colombiana se hizo sentir.
Ahora, la zozobra de que esa historia se repita pesa sobre nosotros. Las imágenes del atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, hijo de una madre asesinada por el narcotráfico, tocaron nuevamente las fibras dolorosas del pasado y evidenciaron el acorralamiento que la polarización política ha generado en el país.
Este acto execrable refleja una sociedad enferma que alimenta un ambiente de odio y enemistad, avivado por expertos frenéticos que se complacen en reducir al otro.
Ahí radica el problema: la irresponsabilidad en la forma de pensar y la incapacidad de medir hasta dónde se puede tensar una cuerda innecesaria. Cuanto más se estire esa cuerda y las posiciones se lleven a los extremos, más duros serán los gritos.
Lo preocupante es que, en Colombia, pasar de las palabras a las balas es tan fácil como chasquear los dedos.
El domingo pasado, al hablar sobre este triste suceso, cuestioné a un amigo:
—¿Crees que este momento es de cálculo político?—. Yo mismo respondí enfáticamente que no. Pero es innegable que estos hechos dolorosos son una señal de la obligación que tenemos de corregir el rumbo y mover el timonel con fuerza, desde la razón, para encontrar el liderazgo necesario que cohesione a una sociedad rota.
Por ahora, y con el mayor sentido de consciencia, debemos sentir el dolor de un país al que su gente le está fallando por el perverso gusto de ser hostiles con la palabra y sembrar división.
Es lamentable que el gobierno haya normalizado ese gusto y lo haya convertido en una herramienta de destrucción, promoviendo una filosofía pueril que necesita hasta las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia para romantizarla.
Bien dijo el analista político Aldo Cívico: “La violencia no empieza con las armas. Empieza antes, en la mente. En el lenguaje que deshumaniza. En el pensamiento que convierte al otro en enemigo”. ¿Hasta cuándo? Si, después de sentir el dolor del país, el timonel no gira hacia la sensatez, estaremos nuevamente rumbo a tiempos oscuros, donde el estado fallido se vislumbrará como puerto de llegada.