La economía de América Latina en la década de los años 80 del siglo pasado, cuando aún estaba en procesos de industrialización para modernizarse, sufrió un revés espantoso, que la historia recuerda como la década perdida de la región. Los países se habían endeudado excesivamente y las herencias de algunos regímenes militares y el brote de mandatarios populistas que nacían, desbarataron sus recursos, no pocos de ellos en los mercados de las egolatrías caudillistas.
La deuda externa explotó. Se volvió inmanejable, impagable. Los déficits fiscales abundaron. Las hiperinflaciones, inocultables. La volatilidad del dólar, irrefrenable. Los precios de exportación de las materias primas generadas por la región se fueron de bruces. Los países desarrollados subieron sus tasas de interés, hecho que propició una fuga masiva de capitales latinoamericanos para obtener mayor rentabilidad al depositarlos en las entidades financieras internacionales. Los ingresos de los Estados más vulnerables, cayeron. El desempleo galopó. Buena parte de las naciones de América Latina suspendieron el pago de la deuda. Al final de esta fatídica época, el crecimiento del PIB que venía creciendo significativamente, se fue por un despeñadero.
Pero ahora, con los efectos del coronavirus, la crisis económica –fuera de la de salud pública– que se espera, será más aguda que la que afectó la década de los 80. La Cepal se adelanta a calificarla “como la más profunda que tendrá la región en su historia”. Se abriga sí la esperanza de que sea más corta para que la recuperación sea más rápida. Pero si se desata una segunda ola del covid-19, como algunos científicos lo presagian, la catástrofe económica y de salud pública sería de tamaño descomunal. Golpearía sin piedad alguna a todas las capas sociales latinoamericanas, en especial a los más vulnerables. Un drama como para ubicar en alguno de los círculos del Dante.
El Estado colombiano tendrá que endeudarse para arbitrar recursos que eviten un colapso económico mayor. Si bien el daño está hecho, hay que evitar que se agrande. Endeudarse es de las pocas opciones que quedan. Esto acarrea compromisos ineludibles para las generaciones futuras, que tendrán que ayudar a llevar la carga. Pero deben ser conscientes de que con esas medidas se les está garantizando un futuro mejor y menos oscuro del presente que atraviesan las generaciones actuales. Estamos en situaciones excepcionales, lo que exige adoptar disposiciones de excepción, soluciones heterodoxas. Aplazarlas es estimular una bola de nieve que, rodando y creciendo, arrolla y asfixia la economía y el empleo nacional.
Para mitigar un poco los efectos desastrosos del coronavirus en la cadena de producción y del empleo, el gobierno empezó desde el lunes a flexibilizar la cuarentena. Riesgoso y audaz experimento, pero necesario. Quiere romper con severas exigencias en el cumplimiento de los protocolos, el dilema de la bolsa o la vida. Su difícil política de conciliar la reactivación del aparato productivo con la conservación de la salud y el empleo, está en juego. Pero había que arriesgarse. En caso de un rebrote del virus, los gobiernos tienen en sus manos la palanca para retroceder y retornar a todos los ciudadanos a la vida de anacoretas. Que acierte en su decisión.