En enero pasado volví de un par de semanas de vacaciones. Al llegar a mi apartamento, la nevera había fallado. Cuando la abrí, ¡los huevos estaban peludos! Pensé que habían mutado y esperaba que me hablaran, pero el olor los delató, estaban muertos. Llamé al mismo centro de servicios de electrodomésticos que me había hecho alguna vez un trabajo menor. Enviaron un técnico que la revisó. El diagnóstico: Falló el motor. La solución: cambiarlo. “¿No será el gas que se le acabó?” Pregunté con esperanza. “No señor, es el motor”, afirmó el hombre. “¿Cuánto cuesta el arreglo?”, indagué. Se aproximaba al valor de una nevera nueva y la reparación no me garantizaba su buen funcionamiento en el mediano plazo. Decidí reemplazarla. “Si quiere yo le compro...