En mis estudios de bachillerato en el Seminario Conciliar de Jericó, le preguntábamos por señas al campanero qué hora era. Él no miraba su reloj; se hundía el dedo índice de la mano derecha en el estómago, y decía: faltan diez para las doce. El dato esperado era el momento en que iríamos al comedor, y que marcaba una referencia importante: la mitad de la jornada de estudio. Siempre he dicho que, con los bemoles que nunca faltan, mi bachillerato fue como una novela, y de las mejores. Por eso tengo los más gratos recuerdos de ese tramo de seis años, y siento el más profundo agradecimiento con quienes allí me acompañaron en el aprendizaje. Sin embargo, cuando se aproximaba el período de vacaciones, muchos contábamos rigurosamente cuántas arepas...