Por Iván Marulanda - redaccion@elcolombiano.com.co
Mientras escribíamos el título de la Constitución del 91 sobre la “Organización territorial”, entre los constituyentes hablábamos que instituciones como alcaldías, concejos, juntas y demás estructuras administrativas locales, y las normas que las rigen, se inspiran en la necesidad de organizar la vida doméstica de los vecindarios; compartíamos la idea de que esas instituciones, dentro de la tradición democrática, no se consideran “políticas” en el sentido habitual de la expresión, es decir, no están servidas para la disputa partidista y la pugna de ideologías, propias del Estado nación.
Son entidades administrativas pensadas desde las nociones de eficiencia e integración cívica y social para que las poblaciones en los territorios, variopintas en su composición, tengan instituciones y procesos normados con qué decidir y actuar en el interés colectivo. Instituciones que ofrezcan a los vecinos reglas de convivencia y servicios que atiendan sus necesidades y brinden el confort al que aspiran en su cotidianidad, que cuiden su integridad física y mental, su funcionalidad.
Así se concibieron las instituciones de municipios y departamentos, con miras a que las comunidades se arraiguen en sus poblados, libres de pleitos ideológicos impertinentes. Son estructuras administrativas para impulsar y ordenar la construcción de las viviendas, los sitios de trabajo e interacción social y cultural, los corredores de transporte, los espacios de recreo, la dotación de servicios y la conservación de los paisajes del vecindario. La mejora continua de esa dotación común es un esfuerzo colectivo acumulado de generación en generación.
Los sitios en los que compartimos vecindario son originales, ningún asentamiento es igual a otro, su vida propia evoluciona al ritmo de las necesidades de cada comunidad en cada tiempo y situación, condicionados por factores como la economía, el clima, el paisaje, la historia y las costumbres de los grupos humanos. Son cuerpos sociales en evolución constante, lugares más civilizados unos que otros, más cómodos y completos, más grandes o pequeños.
No existen calles o acueductos, parques o iluminaciones, transportes o cuerpos de bomberos que sean liberales, conservadores, comunistas o de sigla alguna. Son servicios públicos que todos los seres humanos necesitamos para sobrellevar la existencia. A su provisión no tiene para qué atravesarse el partidismo; estorba, daña. Punto.
El sistema es frágil, la mala administración lo tira al suelo. Por eso la Constitución puso en manos de la ciudadanía herramientas de control y rectificación que le permiten reaccionar a tiempo para evitar que se derrumben sus servicios y, por ahí derecho, su calidad de vida. La revocatoria de los alcaldes es una de esas herramientas de rectificación y la ciudadanía debe verla como la oportunidad de revisar si el alcalde y la ciudad van bien, si la convivencia de la población y la calidad de sus vidas van bien.
Preguntar a los medellinenses si revocamos al alcalde es legítimo, no tiene nada que ver con partidos políticos ni ideologías, lo solicitamos más de ciento treinta mil vecinos que no tenemos otro hilo conductor que ese. Es pertinente porque el alcalde dividió a la comunidad, la envenenó de odios, falacias y manipulaciones. Sería imperdonable que instituciones y servicios que se han construido con esmero a lo largo de siglos se deterioren en manos ineptas y las víctimas, que somos todos los vecinos, ¡nos cruzáramos de brazos!