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Ser eterno

hace 4 horas
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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com

En Japón hay una empresa que alquila abuelitas. Por casi un millón ochocientos mil pesos la hora, más costos de transporte, se puede tener un instante de tierna compañía. Ellas pueden preparar una comida rica, acompañar por los niños al colegio, dar un paseo por el parque agarradas del brazo o incluso dar un buen consejo después de escuchar lo que se vive.

No es un simple intercambio comercial. Los viejos en esa cultura son venerados e intentar burlar las decisiones del destino parece válido. Muchas abuelitas son la gran voz de la experiencia, el cuidado y el amor que se pierden al fallecer.

Me conmueve la idea de tener por una hora a mi adorada abuelita Juana. La que se me fue en su olvido antes de partir. Era puro fuego. Hija de la alegría de la costa caribe y portadora del amor de todos quienes la conocieron. Pura bondad, pero cualquier descripción que hiciera yo de ella podría parecer desproporcionada sino fuera porque nunca nadie, de los cientos de personas que la conocieron -de verdad, era muy popular-, escuché una crítica, un reparo o una molestia sobre lo que era o lo que hacía.

Una hora para volver a escuchar su voz pronunciando mi nombre, acariciarme el pelo, verla levantando la mano para bailar el porro sabanero que tanto le gustaba o simplemente sentarme a sus pies, mientras acaba la tarde, frente a su casa en el callejón, sentada en su mecedora y reírme con ella de su risa portentosa y contagiosa. Por estos días, la sentí retratada en algo que leí.

Era una carta de la que no guardo mayores referencias. Era la respuesta de un abuelo sobre cómo era su vida al llegar a los 80 años, pero sobre todo, una reflexión sobre porque creemos que podemos esperar a tener 60, 70 u 80 años y no podemos practicar lo que describe en cualquier etapa y edad de la vida.

Dice que finalmente comprendió que no era “Atlas” y el mundo no descansa sobre sus hombros. Que aprendió a no corregir a las personas, incluso cuando sabe que están equivocadas, porque la paz vale más que la perfección. Cercano al octavo piso, afirma que se da el lujo de hacer cumplidos sin medida porque elevan el ánimo del otro y también el suyo, y que al recibirlos basta con decir “gracias”. Cuenta que ya dejó de preocuparse por una arruga o una mancha en la camisa, porque la personalidad habla más alto que la apariencia. También, que aprendió a alejarse de quienes no lo valoran, porque aunque ellos no reconozcan su valor, él sí lo conoce. Y hay más.
Dejó de avergonzarse de sus emociones, porque son ellas las que lo hacen humano. Aprendió que es mejor soltar el ego que romper una relación, porque el ego aísla, mientras que las relaciones acompañan. Que hace lo que lo hace feliz, porque su felicidad es su responsabilidad y la elige todos los días. Pero lo más importante es que ahora vive cada día como si fuera el último, porque ahora sí siente que cualquiera puede serlo.

Los abuelos deberían ser eternos.

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