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Asistimos impasibles a la toma de los últimos espacios donde el hombre un día buscó trascender.
Por Lina María Múnera Gutiérrez - muneralina66@gmail.com
Monte Sinaí, siglo VI. Siguiendo las órdenes del emperador bizantino Justiniano I, finaliza la construcción de un monasterio en el lugar donde, según la tradición, Moisés escuchó a Dios y recibió las tablas con los Diez Mandamientos. Mismo monte, siglo XXI. Por órdenes del gobierno egipcio, un megaproyecto turístico con hoteles de lujo, villas y bazares de compras se extiende por todo el valle. Por si había dudas, bienvenidos a la era donde el turismo arrasa con todo.
El monasterio de Santa Catalina, reverenciado por judíos, cristianos y musulmanes y declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco ha estado a punto del cierre debido a intereses económicos que pretenden extender los resorts que ya existen al sur del Sinaí. Allí, junto al Mar Rojo, queda Sharm el-Sheikh, centro de turismo donde se alinean kilómetros y kilómetros de construcciones.
Por ahora los monjes ortodoxos que habitan el monasterio se han salvado gracias a la intervención del gobierno griego que medió con los egipcios para que no los sacaran de allí. Pero la misma suerte no han corrido las tribus beduinas de los Jebeleya, -también conocidos como los guardianes de Santa Catalina- antiguos habitantes de la región que han sido desplazados del mar hacia el interior con la disculpa de que van a “mejorar” sus áreas residenciales.
Durante siglos, los beduinos fueron guías y prestaron servicios a quienes peregrinaban hasta el monasterio de Santa Catalina con el ánimo de ver las páginas del Códice Sinaiticus, un valioso manuscrito que contiene la copia más antigua y completa del Nuevo Testamento cristiano, así como fragmentos del Antiguo Testamento. E igualmente los llevaban hasta el lugar donde se cree que estaba la zarza ardiente desde la que, según la Biblia y el Corán, le habló Dios a Moisés.
Pues ahora, sin que nadie se los haya consultado, deben retomar su esencia nómada y abandonar esa forma de percibir algún ingreso. Les demolieron sus casas y sus ecocampamentos dándoles una compensación pírrica en el mejor de los casos y en la mayoría ni un centavo. Hasta han tenido que sacar a los muertos de sus tumbas para darle espacio a un nuevo parqueadero que se está construyendo. El turismo industrial ha llegado para arrasar y es difícil salir indemne porque el cambio que se avecina es irreversible.
Cualquier viajero que haya visitado Tierra Santa en tiempos de paz ha hecho parte de las hordas que visitan el Muro de los Lamentos, el Monte de los Olivos o el Santo Sepulcro. Pues así va a quedar Santa Catalina. Asistimos impasibles a la toma de los últimos espacios donde el hombre un día buscó trascender.
La Unesco dijo en su momento que este lugar era la demostración palpable de esa voluntad por establecer, de un lado, un vínculo íntimo entre la belleza natural y lo remoto, y del otro, el compromiso humano con lo espiritual. Remoto, natural y espiritual, palabras que invitan al recogimiento y la reflexión...pero donde haya un turista que no se interponga un sitio sagrado.