Ya estamos en cuaresma. El Miércoles de Ceniza, por el peligro real del contagio del coronavirus, la devocionalidad de una crucecita negra marcada con ceniza fue reemplazada por el ritual antiguo de esparcimiento de ceniza en la cabeza. Sobre la cabellera, símbolo de vanidad y de vida. Así se entiende mejor el “pulvis es et in pulverem reverteris”. Y se entiende también, me atrevo a decirlo, la teatralidad de la liturgia en ceremonias religiosas y en la práctica sacramental. Porque teatro y liturgia se emparentan. Hoy, por obra y gracia (o por desgracia) de la pandemia, ambas manifestaciones del espíritu y de la cultura están amenazadas.
Teatro y liturgia son dos realidades cercanas, sobre todo en Semana Santa, en la que las celebraciones solían conservar la fuerza y el contenido “teatral” que deben tener las ceremonias litúrgicas. La no-presencialidad, la falta de público, de pueblo, es fatal tanto para el teatro como para la liturgia y acaba secando la vivencia de lo divino que se olfatea en los actos litúrgicos y la vivencia de la humano, que es la esencia de la dramaturgia.
Decía Oscar Wilde: “Es para mí una fuente de placer y de pavor pensar que la última supervivencia del coro griego, de otro modo perdido para el arte, haya venido a quedar en el acólito que responde al sacerdote en la misa”. Es una bella intuición. Porque a la misa y a la liturgia católica (en general a la liturgia de las diversas religiones) hay que asistir no solo con actitud de fe y un mínimo de interpretación teológica, sino también con el sentido de estar presenciando un sublime acto escénico.
Las reformas del Concilio Vaticano II buscaron ampliar la participación del pueblo, de forma que ese eco de coro griego que estaba reducido al acólito adquiriera fuerza y contundencia. Al principio se logró en parte, pero hoy apenas se advierte en la desteñida asistencia a la liturgia que es para muchos católicos el aburrido cumplimiento del precepto dominical.
Mucho menos se percibe la honda resonancia del teatro griego en una “misa no presencial”, esa especie de misa virtual (que es una “contradictio in terminis”), como lo es una misa por televisión o por las redes sociales. La transmisión del culto por televisión o por otro medio audiovisual puede ser interesante y necesaria, tal vez emotiva y devocional, pero no es para nada un acto litúrgico.
No hay liturgia en un templo vacío, como no hay tragedia o comedia en un teatro vacío. Una pantalla no sustituye nunca un escenario, ni mucho menos reemplaza el altar y el ámbito de espiritualidad de un templo con aroma de cirios encendidos y de incienso quemado. Con olor a creyentes. Volveremos sobre el tema