Hay dos clases de nostalgia. Una, malsana y enfermiza, que es perjudicial. Es el agua estancada del pasado que no hemos sido capaces de superar, de dejar atrás. Agua podrida de florero, nostalgia alimentada de apegos inútiles, de orgullos y odios irredentos. Una rémora que impide avanzar y que emboza el miedo al cambio.
Es la nostalgia de los apegados a lo ido, que temen que todo se venga abajo si ese pasado desaparece. Nostalgia que se disfraza de fortaleza pero que es debilidad y termina cohonestando intransigencias, fanatismos inquisitoriales, anatematizaciones a diestra y siniestra.
No es ésta la nostalgia que se abre, como una flor, en diciembre anunciando la Navidad. Y no puede serlo porque esta, la nostalgia que se despierta con los villancicos, es un surtidor de sentimientos limpios que brotan desde el corazón. Es una nostalgia liberadora, que renueva. No es regreso, sino renacimiento. No es una nostalgia de pétalos secos, sino de rosas vivientes. Tal vez no sea nostalgia sino algo más bello y más hondo: ternura.
Eso: la ternura. Sin la cual es imposible la vida. La alegría decembrina, esta que crece a medida que se acerca la Navidad, no esa otra cosa que la irrupción de la ternura contenida que nuestra condición de adultos y nuestro racionalismo pretenden mantener encadenada. Tenemos miedo a los estragos de bondad que hace la ternura y por eso la aherrojamos, tildándola de falta de virilidad, de sentimiento endeble.
Empezando diciembre se olfatean ya los aromas de la nostalgia. La Navidad, como la primavera llega y nadie sabe cuándo. Allá, en la espadaña del corazón se siente el aleteo de inesperadas cigüeñas que vuelven a sus nidos. Sorpresivamente se nos despierta el niño dormido que llevamos dentro. El alma se nos llena de los aromas que rompen el cascarón de los recuerdos, de inocencias marchitas que todavía naufragan en el mar de la vida, de músicas y alegrías que se resisten a morir.